Una de las primeras veces que fui a Santiago de Compostela fue con mi padre. Fue una “escapada de fin de semana” desde La Coruña. Él tenía por costumbre hacerla todos los veranos que íbamos a Galicia (que fueron casi todos), y aquella vez decidí acompañarle. Nos alojamos en la pensión San Roque y nos pasamos el día de acá para allá, rúa va, rúa viene, en torno al centro de gravedad, que era la Catedral. Más que la adoración del Apóstol, más que las cenizas que pueda haber allí guardadas y que han concitado tantas peregrinaciones, a él le fascinaba el Pórtico de la Gloria. Es decir, dijo él, “la puerta del cielo”. Recuerdo cómo me hizo reparar en un detalle fundamental: “Mira bien esos personajes, y dime si algo te llama la atención”, me dijo mi padre, en aquella atmósfera de voces quedas y olor a piedra húmeda y antigua. Me señaló un grupo de estatuas. Yo no noté nada extraño, quizás probé a decir cualquier cosa. “¿No ves que uno se está riendo?” Comprobé que sí. No había duda. Pero ¿por qué iba a llamarme la atención que alguien se riera? No debía tener muchos conocimientos de arte.
Era el profeta Daniel. Y su risa no era cualquier cosa. Me explicó que era todo un acontecimiento. Más que un mensaje teológico en piedra, era una rebelión artística. Desde hacía muchos siglos, el arte, al menos el religioso, se había esmerado tenazmente en la seriedad, en la eternidad de lo completamente quieto, en la depuración de todo gesto contingente y fugaz, y en el aire de santidad y trascendencia. El llanto y el crujir de dientes sí encontró motivos para enseñarse, porque el temor de Dios era una poderosa herramienta teológica, pero la risa, algo tan específicamente humano como la risa, parecía no venir a cuento. Como si en eso, el románico quisiera emular al evangelio: ¿alguien duda de que Jesús también rio a carcajadas? Y sin embargo los evangelistas, constreñidos por el imperativo de la síntesis y abrumados por la gravedad de lo que tenían que transmitir, eludieron la risa, la ironía, los desayunos y la lluvia. El románico también prescindió de todo eso. Algo tendría la risa, cuyo control provocó las tragedias del monasterio de “El nombre de la rosa”.
Mi padre me dijo que esa risa, o quizás sonrisa, era el canto de cisne del románico, su punto final, y el comienzo del gótico. Quizás, incluso, un adelantado anuncio del renacimiento. Un gran giro, como el de Lucrecio con su De rerum naturae. Vía libre a los gestos, a la expresión, a lo fugaz y cambiante. La piedra es capaz de reír, lo secular puede incrustarse en un Pórtico hecho para la eternidad. La Catedral de Santiago no es un lugar de visita, sino de llegada. Acaban allí los caminos. El románico también caminó siglos hasta llegar al Pórtico de la Gloria. Y qué curioso que tanta peregrinación acabe en la carcajada de un profeta. Muchos años después, al leer “El nombre de la rosa”, comprendí aún mejor la importancia de la carcajada del profeta. Qué lástima que Umberto Eco no la incluyera en la trama…
¿De qué se ríe Daniel?
Dice la leyenda canalla que Daniel se ríe de la reina Esther, situada enfrente, azorada y avergonzada, a la que un obispo ordenó que aplanaran sus pechos, demasiado protuberantes. Otros prefieren interpretar que Daniel ríe de gozo beatífico porque, como profeta que fue, ya “sabía” que algún día llegaría el Salvador, y así se contraponía la esperanza de Daniel a las lamentaciones del lastimero Jeremías, que comparte estrado con él. Yo creo que una y otra explicación son demasiado… ¡románicas!. Porque parten de la necesidad de “justificar” una risa. Como aquella costumbre, que aún siguen algunas mujeres, de persignarse después de una carcajada a pulmón lleno. O como ese nefasto refrán que induce a demorar la risa porque quien ríe el último ríe mejor. Como si detrás de la risa acechasen males mayores vengativos. Como si la risa fuese una anomalía o un contrapunto sobre el tono único de la impavidez perpetua.
¿Qué hace una risa en medio de una composición teológica como el Pórtico de la Gloria? De lo único que podemos estar seguros, desde luego, es de que no fue un descuido del Maestro Mateo. Semejante transgresión tuvo que ser deliberada. Yo me quedo con que fue el resultado de un impulso artístico, algo así como un reto, o un ¿por qué no?, que abrió las puertas del futuro: las estatuas, incluso de santos o de profetas, igual que siempre tuvieron rizos y dedos, pueden tener movimiento, sentimientos y risa. La seriedad no está más cerca de ninguna esencia que la risa.
¿Hay algo más humano que la risa? Algunas cosas, quizás, pero pocas. Hay animales que lloran, gritan, se alegran, pero ninguno es capaz de reír. No, los loros, las hienas y los monos no se ríen: chillan. Bienaventurados los que ríen: si los evangelistas no la añadieron, seguro que fue por falta de espacio.
Hay tres ciudades que me subyugan especialmente al andar por sus calles y contemplar sus monumentos, con independencia del valor de su historia y su arquitectura. Son emociones que no sé explicar. Santiago de Compostela, Venecia de noche y Roma. Tres mundos. No sé si el contrato de hipoteca lo inventó un romano inteligente mientras una romana lo acariciaba y templaba su ingenio en las Termas de Caracalla, pero esa grandeza monumental de la Termas , aún ruinosa, multiplica tu capacidad emocional y sientes que has ganado una notable plusvalia personal . En Roma es fascinante cómo los abetos, cuando vas caminando por las calles y los ves a lo lejos, consolidan una imagen perfectamente tridimensional del monumento al que rodean , y configuran un paisaje al que pronto llegarás sorprendido. Increible. Santiago es manejar en silencio sus calles hasta llegar al Pórtico de la Gloria.. Venecia es la extralimitación, estoy construida en el agua porque me da la gana, mi belleza no la soportas con un vaso de vino en la mano en una madrugada, y sientes no tener capacidad poética para narrar el asombro con una mujer.
Desde luego que es un salto artístico emocionante. No sé lo que pensaría el maestro Mateo, pero el resultado es que transmite la confianza serena del que sabe que está en buenas manos. Quizás su juventud sea un rasgo que merezca la pena conservar, aunque sea solo interiormente. Y qué mejor manera que riendo! O sonriendo…