[Artículo publicado en la revista CTXT el 21/09/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
No me gusta el automatismo de los códigos éticos y pactos de gobierno que desplazan hacia el juez instructor (que al imputar no está, en absoluto, prejuzgando) la responsabilidad “política” del cese de un cargo público
- Pero, ¿qué es lo que os molesta de la pureza, señor?
-- La prisa, Adso –contestó Guillermo.
El nombre de la rosa, U. Eco
No creo que sea necesario explicar que la honestidad es una virtud política y la corrupción es la carcoma de la democracia. No creo que, para no resultar sospechoso de tibieza, deba pagar el peaje de enfatizar lo doloroso o irritante que puede ser para el ciudadano con apuros ver cómo un representante malversa el presupuesto público y cómo las Administraciones adjudican contratos o puestos de trabajo según una lógica privada. No estoy por volver a una complacencia de las élites con su propia corrupción, apoyada en la técnica de aturdir a la gente con el debate sobre qué partido tiene más corruptos, y ya me gustaría que la falta de ejemplaridad tuviese consecuencias electorales significativas. Pero me parece que es importante situar la corrupción en el terreno de las desviaciones, como un aspecto marginal de la política que, pese a su vistosidad y a la facilidad de un discurso regeneracionista simplón, no es el más importante.
El totalitarismo de la pureza
Igual que el terrorismo no daña sólo a las víctimas, sino que genera una inflada retórica antiterrorista que puede llevarse por delante algunos principios y nos hace peores, también la corrupción tiene graves efectos secundarios cuando se convierte en un estado de opinión. Y es lo que está pasándonos. Hemos dejado de percibirla como un conjunto de delitos cometidos por personas singulares, y le damos ya el rango de hábito del sistema: pero es una percepción totalitaria que no admite matices: todo está corrupto, y la virtud es una anécdota, apenas un islote en medio del océano. Ahora la corrupción ha tomado la casa y parece apelmazarse debajo de todas las alfombras, dentro de cada alcantarilla, en el subsuelo, en la atmósfera, en los cimientos, de manera que la gran prioridad sería una suerte de fumigación al menor atisbo de cucaracha, aunque el producto acabe haciendo irrespirable el entorno. "Todo está corrupto", decimos, porque –es verdad-- hemos descubierto demasiado estiércol en el abono de muchos espacios de la política. Hemos perdido la confianza en las leyes, en los procedimientos, y vamos a acabar pensando que la democracia es una trampa, y que la receta es un golpe jacobino de autoritarismo.
Me preocupa, sí, esa forma de totalitarismo, es decir, esa incapacidad de ordenar un discurso que sepa distinguir y que permita salvar el prestigio de los principios y las instituciones que han sido corrompidas, que separe la espiga y la cizaña y pode sin llevarse el tallo limpio. Digo "totalitarismo" en el sentido de confundir la parte con el todo, y hacerlo con un discurso facilón que “pega fuerte” pero esconde o posterga cosas más importantes sobre las que deberíamos hablar mucho más, como la desigualdad, la pobreza, la calidad de los servicios públicos, la política energética o el derecho a la vivienda. Me refiero a un totalitarismo de la pureza que, por supuesto con prisas, lleva a la hoguera todo lo que esté en contacto con el virus, sin la paciencia necesaria para hacer escrutinio, ésa que sí tuvieron el cura y el barbero con los libros de don Quijote, quienes, pese a la convicción de que aquellos libros habían causado la locura de su vecino, fueron capaces de salvar unos sí y otros no. Como la corrupción se ha infiltrado en la médula, tendemos a creer que ya no sirve el bisturí capaz de recortar un pedazo y extirparlo, sino que ha llegado el momento de la quimioterapia masiva, que por masiva es ciega y no discrimina entre lo sano y lo enfermo.
La necesidad de distinguir
Yo creo que sería justo abrir los ojos a cuánto de virtud hay, hoy mismo, en la vida política y en el funcionamiento de las administraciones. No se rían, no me tiren zapatos. No me refiero a santidad, ni a un altruismo heroico, sino a gente que hace bien su trabajo, que se resiste a prácticas dudosas que se le ofrecen como naturales, que se esfuerza en elegir las mejores opciones, que sabe decir que no. Y por eso, así como los periódicos nos exhiben a diario los detalles de la corrupción, yo propondría reservar un espacio como escaparate de la ejemplaridad: “Historias ejemplares”, podría denominarse ese espacio. ¿Por qué no, equipo de dirección de CTXT?
Cuatro consejeros de Bankia no utilizaron su tarjeta Black, ¿lo recuerdan? Muchos profesores se niegan a aprobar al alumno recomendado que no lo merece, aunque les cueste perder una amistad. Técnicos de miles de administraciones se afanan en seguir con lealtad los procedimientos reglados, resistiendo presiones. Jueces que tienen en sus manos decisiones que benefician a unos y perjudican a otros no dejan resquicios para que entren influencias extraprocesales o presiones (por ejemplo mediáticas). Cuántos concejales mantienen la ilusión de mejorar el servicio público que tienen encomendado. Hay, claro que sí, ministros y exministros libres de sospecha. Cuántos empresarios perdieron un buen negocio por no buscar prebendas o por ordenar a sus asesores que hagan las cosas bien, paguen las cotizaciones y no usen dobles contabilidades. Cuántos militantes y cuadros orgánicos de partidos políticos se han mantenido de pie y siguen dando importancia a los principios que los llevaron a afiliarse. Cuántas obras públicas se deciden, se adjudican, se ejecutan y se terminan como dios manda. Cuántos policías se complican la vida en operaciones difíciles y arriesgadas que en ocasiones no tienen resultado, y no buscan atajos. Cuántas iniciativas de solidaridad promovidas o financiadas con cargo a impuestos. Cuántas decisiones políticas difíciles, de verdadera austeridad (cuidado de lo público) y contención del gasto superfluo que no satisfacen el bolsillo de nadie pero cuidan de las siguientes generaciones. Cientos de miles de funcionarios que cobran su sueldo, pagan sus impuestos y no han caído en el desánimo como excusa para instalarse en la rutina.
Nunca la virtud puede ser víctima del vicio, y para eso hay que saber distinguir. No todos son iguales, no todo está podrido, y es justamente el contraste con la honestidad y la seriedad de algunos lo que permite agrandar el reproche a los deshonestos y los chapuceros. Frente a la impunidad de los corruptos no caigamos en el inquisidor totalitarismo de la pureza: seamos capaces de hacer escrutinio y quemar sólo lo imprescindible. Tampoco es justo aglutinar a todos los que alguna vez se han equivocado y mandarlos al foso común de la etiqueta de “corruptos”: hay también una escala de gravedad en la mala gestión que no puede simplificarse bajo el maximalismo del binomio pureza/corrupción, porque la perfección sólo existe en el horizonte.
Más criterio, y menos prisas.
Lo peor de la pureza, sí, es la prisa. Y yo creo que ciertas formas de regeneracionismo que se exhiben con demasiado énfasis pertenecen al terreno de la prisa, más que al de la pureza. Me refiero, por ejemplo, al dogma (o moda) del cese automático público por el hecho de estar judicialmente imputado, que se ha incluido ni más ni menos que como una condición para un pacto de investidura. Permítanme mostrarme en desacuerdo con ese dogma que ahora es asumido hasta por los partidos viejos, afectados de un golpe de mala conciencia. Entiendo que si un partido o una autoridad tiene noticia de que uno de los suyos está implicado en un asunto sucio, lo que debe hacer, mucho antes de que un juez dicte un auto de imputación, es hablar con el concernido, pedirle explicaciones, y valorar si existen sospechas serias de corrupción (y si es así, cesarlo aunque no haya imputación judicial) o si por el contrario es un asunto defendible e incluso disculpable (en cuyo caso deberían poder mantenerlo en su puesto mientras no haya sentencia de inhabilitación). No me gusta el automatismo de los códigos éticos y pactos de gobierno que desplazan hacia el juez instructor (que al imputar no está, en absoluto, prejuzgando) la responsabilidad “política” del cese de un cargo público. Los tiempos de un procedimiento judicial van avanzando hacia un momento decisivo, que es la sentencia, que sólo puede dictarse después de un juicio (y por eso no se condena por “prejuicios”). La instrucción penal no es un juicio, porque el imputado no ha tenido oportunidad real de defenderse de una acusación que puede ser infundada. Por eso valen mucho más, aunque tarden, las sentencias que los autos.
La verdadera regeneración no necesita autos judiciales de imputación para expulsar, por decisión propia, a quien el partido considera manchado, ni puede consistir en ese absurdo automatismo de inhabilitar, de facto, a un cargo público por el solo hecho de que un juez no haya acordado a las primeras de cambio un auto de archivo, porque crea que hay que seguir investigando, o porque crea que es necesario un juicio con todas las garantías para determinar si merece o no la pena de inhabilitación. Piensen que la historia dejó entre nosotros un inolvidable ejemplo de pureza apresurada que aún no está erradicado en nuestra cultura: se llamaba Inquisición.
Lamentaría que alguien dedujera que estoy defendiendo a los partidos que más corrupción tienen en sus filas. Es peor aún: estoy defendiendo el sistema, es decir, la autonomía de lo político, el derecho a distinguir, y el derecho a un juicio justo.
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