Que las grandes constructoras tienen -o tenían- una caja B con dinero con destino a cohechos para poder optar a contratos públicos es algo que más o menos se sabe, aunque no se sepa exactamente en qué lugar del sótano está esa caja. Se sabe y se comprende. Un pequeño impuestillo que no hace daño a nadie. Se contribuye así al interés público. ¿O es que se creen que un partido se financia así como así, con las cuotas y las rifas de lotería de navidad? Total, la obra va a ser la misma, la gente se va a beneficiar del puente, de la carretera, o del Polideportivo, así que no hay que ser tan intransigentes ni envidiosos: ¿qué daño hace que la constructora adjudicataria tenga un detallito con quien ha tenido la clarividencia de elegir la mejor opción? Es de bien nacidos ser agradecidos (la prueba es que rima). Todo es una cuestión de incentivos. Suprima usted esos regaletes, y ya verá cómo se paraliza la obra pública que tantos beneficios da en términos de bienestar, infraestructuras y empleo. ¿Qué tiene de malo estimular la generosidad de las adjudicatarias, que además de crear empleo y fortalecer el entramado empresarial (¿o es que las subcontratistas no tienen derecho a comer?), están dispuestas a pagar esa comisión para así luego poder contribuir a Hacienda, que somos todos, con los beneficios de la obra? Así que no nos pongamos estupendos. ¿Quién no le dice a usted, además, que el 3% (por poner una cifra) que se cobra por sus receptores con la mano derecha, no es donado luego con su mano izquierda a instituciones benéficas y de caridad, sin que nadie se entere, como manda el evangelio? ¿Por qué hemos de presumir que lo hacen con ánimo de lucro, si lo que se presume siempre es la buena fe?
Envidia, nada más que envidia. Envidia, que no es capaz de ver la virtud ajena. Los españoles vemos un aeropuerto en el campo, y en vez de pensar en lo bien que aterrizarán allí los aviones, nos ponemos a pensar en el 3%. Vemos unos raíles de tranvía y no se nos ocurre imaginarnos a un tranvía circulando por el raíl: todos pensando en a cuánto ascenderá el 3% y en qué se habrá gastado. Carecemos de amplitud de miras y estamos apresados en la moral judeocristiana de la honestidad, entendida como falta de audacia y complejos pequeñoburgueses de adolescencia. Luego nos quejamos de la austeridad y de los recortes, y lo que queremos es recortar ni más ni menos que un 3% en las prestaciones sociales consecuenciales a la obra pública, que estimulan sectores económicos enteros como el automovilístico, el turístico, el de la restauración y otros tantos, sin excluir el cultural, porque yo no descartaría que una parte del 3% se dedique a pagar la entrada del cine, con IVA incluido (¿ven?, ya no es un 3% neto, porque a esa cantidad hay que deducir lo que se paga de IVA con lo que se compre con ese dinero; tampoco le dé tanta importancia a si se paga o no el IRPF, que no sólo de IRPF viven las arcas públicas).
Seamos serios. No se puede dejar algo tan importante como decidir quién está en mejores condiciones para acometer una obra a la suerte o a una subasta cicatera que lo único que traería sería una ejecución low cost, sin mármoles ni diseño elegante. El 3% es una especie de selectividad. No se trata de enriquecerse, sino de poner un listón para comprobar la solvencia de la adjudicataria: si no es capaz de afrontar ese 3% de contingencias, es que está pillada. El 3% es una garantía de calidad y seriedad.
Mejor nos iría si dejásemos la hipocresía a un lado, y si las subastas se concibieran no en términos de precio a la baja, sino de comisiones al alza: ¿quién da más? A quién dé más, se la da la obra. Porque, ¿dónde está escrito que las comisiones de agradecimiento hayan de ser del 3%? ¿Por qué no del 4,5%?
Y quien dice adjudicación de obra, dice prestación de servicios. ¿Por qué para estimular a los profesores no fomentamos que los alumnos les ofrezcan comisiones de agradecimiento para que miren con más esmero sus exámenes? O los jueces, por ejemplo. Ya está bien de costas al abogado, que son ineficientes: planteada la demanda y la contestación, debería existir un trámite procesal para que las partes ofrecieran al juez, en plica cerrada, un tanto por cierto. El que esté dispuesto a pagar más será porque tenga más razón, o porque necesite más la sentencia favorable. O porque quiera más al niño, como bien comprendería Salomón. ¿No garantizaría eso una mayor justicia, que la dichosa fundamentación en derecho, que no son más que tiquismiquis que se inventan los jueces para decidir a ciegas, sin tener ni idea de lo importante que es la causa para demandante o demandado, ni de quién es el niño? El franquismo nos hizo subestimar el valor del precio. Nada más justo que aquello por lo que se está dispuesto a pagar más. Por aquí deberíamos seguir, si tuviéramos amplitud de miras: si se está dudando, por ejemplo, entre subvencionar a una fundación o a otra, ¿qué mejor manera de apreciar su generosidad y beneficiencia que ponderar cuánto están dispuestas a revertir en forma de comisiones de agradecimiento? Que algunas fundaciones, oye, se les da el dinero y ya se olvidan de dónde viene ese dinero, como si lo hubiesen heredado.
Decimos "corrupción" y nos quedamos tan tranquilos. Somos gente de mente simplona. No somos capaces de captar la complejidad de la cuestión. Eso es lo malo de la democracia y el populismo, que se extiende el mantra de que las comisiones son malas, y todo el mundo, como papanata, a manifestarse y a cambiar el sentido del voto. ¿Cómo podríamos hacer entender a la gente que esto de la contratación pública es algo demasiado serio y complicado como para despacharlo con esa simpleza primaria de la honestidad? Puro buenismo. No hemos crecido todavía. Deberíamos empezar a pensar si no nos hemos equivocado con eso de la democracia. Dejémonos de discursos políticamente correctos y hablemos claro: nada como la plutocracia. Quien quiera gobernar, que pague una comisión por ocupar el cargo. A pujar. Vería usted cómo llegaban los mejores, los más inteligentes, y, sobre todo, los más generosos.
Estoy de acuerdo. Un pais no funciona sin una corrupción debidamente organizada, tanto en su casuística, como en sus procentajes y en sus inspiradores o sus recaudadores. Como es sabido, Maquiavelo separó la política de la ética, de manera tal, que a la política no puede dedicarse un personaje tan simple como Zapatero ( que llevó la corrupción al Preámbulo de un Estatuto para engañar al Constitucional con el cuento de que los preámbulos no tienen valor jurídico ) , o un hombre tan banal como Pedro Sánchez, que llamó indecente a Rajoy. ¿ Pero hombre de dios, cómo va ser decente un político ? La cuestión es que ya no hay estadistas que sepan establecer un conseso nacional sobre la corrupción, ya no hay gente con la clase de un Jordi Pujol, de un Juan Guerra, un Manolo Chaves , un “Pepe” Griñán. Hay que ser un gran estadista para diseñar y permitir que se dilapiden 3.000 millones de euros y se forren letrados, sindicalistas , intermediarios, cocainómanos y chusma electiva de variado pelaje, y tú, sin embargo, no llevarte ni un duro, vamos, ni uno, como “Pepe” y Manolo. Esa es la sublimación del maquiavelismo, como tiene que ser. Con la crisis económica, ha llegado la confusión, el caos delictivo, la jurisprudencia politizada, el déficit de comisiones, el populismo en zapatillas Adidas, la multiplicación del imbécil – rama twiter, rama primarias del partido- y así nos va.
Genial tu comentario, Miguel, por esa claridá espositiva tuya y esa utilisasión metafórica y subliminialense de la corrupsión derogaba yo el copago sanitario y nasionalisaba las cabesas de ajo para la gloria de los salmorejos, de verdá Miguel , enhoradebiuena.