2.-[Publicado en 2014]
I. La jurisprudencia como lenguaje.-
Quiero apresurarme a decir que no pretendo reflexionar sobre los usos lingüísticos, gramaticales o de estilo, en la redacción de las sentencias: es tópico decir que abundan los gerundios y el futuro imperfecto de subjuntivo, las oraciones subordinadas y metasubordinadas, que las frases son interminables, que la escuela judicial debería incorporar contenidos de gramática e incluso de ortografía (ya existen en ella talleres de escritura...), pero no es de esto de lo que me siento autorizado a tratar.
Lo que trataré de decir es que la jurisprudencia, como la literatura, el ensayo, la crónica o la publicidad, es un lenguaje que persigue determinados objetivos, por lo que la adecuación del uso de la lengua en cada género deberá ser valorada en función de esos objetivos. Y lo que me preocupa sobremanera es la intuición de que estamos acostumbrados a graves disfunciones que comprometen la eficacia en el logro de tales objetivos, y que acaso podríamos proponernos estrategias para superar esas disfunciones, si fuéramos capaces de comprender que la sentencia, mucho antes que un raciocinio, que un proceso intelectivo, o que un acto volitivo, es necesariamente un texto escrito. O dicho de otro modo: que lo único que interesa de la sentencia es lo que queda expresado por escrito. Tratar la jurisprudencia como un corpus lingüístico no es un juego de filólogos ni una ocurrencia intelectual, sino, creo, un buen comienzo. Me permito invocar como argumento a Wittgenstein, de quien todos tenemos cierta noticia, aunque sólo sea por el recuerdo del bachillerato: ¿alguien podría dudar de que una lectura a lo Wittgenstein de cualquier sentencia pondría de manifiesto claves interesantísimas? ¿Quién, que lo conozca, no teme a Wittgenstein?
La jurisprudencia es el lenguaje de los jueces al resolver los litigios aplicando las normas del ordenamiento jurídico, que a su vez son el lenguaje del legislador. Entre uno y otro lenguaje, el de los jueces y el del legislador, existe el Derecho, que no es sino un conjunto de proposiciones lingüísticas o enunciados a través de las cuales se expresan mandatos, decisiones y argumentos. Ya sabemos que el lenguaje no es forma, sino sustancia, porque no es imaginable un pensamiento sin su expresión a través de un código lingüístico. Ya sabemos también que todo lenguaje es causa y efecto de una cultura. El lenguaje jurídico, pues, no sería otra cosa distinta que el ordenamiento jurídico. Y viceversa. Es verdad que, como alguno ya estará pensando, existen principios latentes que no aparecen verbalizados, y que tienen carácter de fuente del Derecho: pero también es cierto que mientras no se identifiquen y se definan con palabras precisas y certeras, esos principios no son nada. Nada más que “recurso de charlatanes”, como diría Díez-Picazo de un principio de enriquecimiento injusto no contorneado por palabras precisas. De manera que también respecto de ellos es importante advertir que han de pasar por el ojo de aguja del lenguaje. De lo contrario, se convierten en un arma inmanejable (es decir, incontrolable) en manos del juez: su concepción personal de lo justo.
II. Lenguaje técnico, lenguaje común.
Inevitablemente presente en toda reflexión sobre el lenguaje jurídico está la ardua discusión que no cesa sobre el necesario equilibrio entre el componente técnico del lenguaje y su comprensibilidad. Lo que está relacionado estrechamente con el problema de determinar quién es el destinatario del texto, y cuál es el marco de referencia, o mejor aún, el entorno problemático, del texto. Es decir, el contexto.
Avanzo ya que, sin despreciar en absoluto los necesarios esfuerzos por la modernización del lenguaje jurídico que ha ocupado a una Comisión de gentes que saben de Derecho y de escritura, no soy partidario de sobredimensionar el principio de acercamiento del lenguaje jurídico al lenguaje común, al menos en el ámbito de la jurisprudencia. Modernización no puede ser vulgarización. Si el lenguaje jurídico es técnico y especializado, si por tanto requiere una fase de iniciación, es por algo. Claro que deberán cuidarse los excesos del oscurantismo, del ritualismo y del barroquismo, que no son sino una forma de impotencia que tiende a confundir la ignorancia con el misterio, y que consiguen confundir la autoridad del argumento con el argumento de autoridad: debe ser verdad cuando así lo ha dicho un juez, aunque yo no lo entienda. Eso es cierto; pero si tuviera que intentar un diagnóstico, encuentro más problemas en el deficiente manejo técnico del lenguaje por los jueces que el exceso de tecnicismo. Dicho de otro modo, entiendo que el problema no es el tecnicismo del lenguaje jurídico, sino los ropajes con que a veces se confunde.
Leamos, por ejemplo, el siguiente fundamento jurídico de la STS 30 enero 1995:
“Establecido el usufructo universal a favor del cónyuge supérstite y acaecida la preterición no intencional de un heredero forzoso, la legítima de éste se ve perjudicada por el legado universal y vitalicio en favor de la viuda, de donde procede anular la institución de heredero hecha por el testador a favor de dos herederos forzosos (hijos matrimoniales), reducir por inoficioso el legado en favor del cónyuge viudo y abrir la sucesión intestada del haber hereditario restante”
El texto es “incomprensible” para quien no esté iniciado en la técnica del Derecho de sucesiones. Sin embargo, es un texto preciso e impecable, y no habría otra manera mejor de explicar lo que se dice. Es un lenguaje necesariamente técnico, y eso lo hace inalcanzable para un lego; pero desde el punto de vista de la comunidad jurídica, cumple de manera plenamente satisfactoria la función de motivación. No creo que pueda reprocharse al magistrado que lo redactó que no explicara en términos más asequibles lo que está exponiendo.
La carrera de Derecho es en realidad poco más que esa iniciación en el lenguaje jurídico, algo muy diferente a la transmisión de una vaga cultura jurídica común de ciudadano. Saber derecho es saber manejarse con soltura entre textos jurídicos y saber construirlos.
En algunos otros países se procura expresamente una formación del alumno de Derecho sobre cómo componer los textos jurídicos (contratos, documentos, escritos procesales, sentencias), con lo que se consigue una cierta homogeneidad que contrasta con el estilo, más que libre, libertino que encontramos en España. Ya sea del tribunal de Rennes o de Lyon, las sentencias francesas tienen un estilo muy parecido, y eso se consigue con un alto grado de tecnicismo que imprime un modo de ser a su jurisprudencia. Aquí, en cambio, pueden redactarse sentencias hasta en verso...
III. Lo particular y lo general: el caso y la regla
Desde el punto de vista del equilibrio entre lo técnico y la comprensibilidad, no puede dejar de aludirse a que en la cultura jurídica continental el Derecho ha seguido un proceso desde lo particular a lo general que tiene importantes implicaciones lingüísticas, conceptuales y culturales. Bastaría con comparar una norma cualquiera de las Partidas con el precepto correlativo del Código civil o del Código penal.
La Ley 8 de la Partida Séptima, Título 16, denominado “De los engaños malos y buenos, y de los baratadores”, dice así:
“Trabájanse los mercaderes en ganar algo engañosamente y esto es como cuando alguno ha de vender grano o cibera o lana u otra cosa cualquiera semejante de estas, que están en algún saco o en espuerta o en otra cosa semejante, y pone encima por muestra de aquella cosa que vende la mejor, y debajo de aquella mete otra pero de aquella naturaleza de lo que parece por fuera que vende, haciendo creer al comprador que tal es lo que está debajo como lo que aparece por encima. Otrosí decimos que engaño hacen los que venden vino u olio o cera o miel o las otras cosas semejantes, cuando mezclan en aquella cosa que venden alguna otra que vale menos, haciendo creer a los que la compran que es limpia y buena y pura. Y aun hacen engaño los orfebres y los lapidarios que venden las sortijas que son de plata dorada o de latón diciendo que son de oro”.
Su correspondiente sería, más o menos, el artículo 248 del Código Penal:
“Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno”.
Al margen de consideraciones literarias, reparemos en algo importante: la regla de las Partidas contiene una explicación descriptiva. Se dirige al ciudadano, diciéndole lo que puede hacerse y lo que no puede hacerse. Es una norma que agrupa casos. La norma del Código Penal es general y abstracta: describe el núcleo de la conducta reprobable, sin explicarla. No ejemplifica casos, sino que formula una regla. Puede entenderse por un ciudadano, pero está cargado de resortes que sólo un experto puede activar o desactivar. Esto es importante, porque afecta ni más ni menos que al principio de legalidad, es decir, a la democracia, única fuente del Derecho y única instancia de legitimidad de los jueces. Los jueces dictan derecho no son “por ser Vos quien sois”, sino que son jueces si y sólo si dictan el Derecho que deben dictar.
La generalidad es una exigencia del principio de legalidad, según el cual el último fundamento de toda decisión judicial habrá de ser la ley. En un Derecho con lenguaje particularista, las técnicas jurídicas por antonomasia eran la subsunción y, fuera de ella, la analogía. En cambio, en un sistema codificado, las técnicas son otras, de corte más lingüístico y técnico: la calificación (de los hechos) y la interpretación (de las normas).
IV. La jurisprudencia y el precedente.
La técnica de la codificación y el sentido moderno del principio de legalidad propician un sistema jurídico de normas generales y abstractas. Y ello a su vez comporta la necesidad de una tecnificación del lenguaje. El legislador ha de utilizar conceptos que traen consigo una larga historia preñada de casos resueltos y digerida en las Universidades. Es un Derecho de marca universitaria, de dogmas y doctrinas, con aspiración sistemática y científica. No es un Derecho forense, de casos. El Derecho anglosajón del common law tiene un recorrido binario: del caso al caso, pasando por la razón de decidir: el segundo caso merecerá la misma decisión que el primero, salvo que haya una distinción que afecte a la razón de decidir, en cuyo caso, ante la novedad, el juez ha de crear el criterio. El sistema codificado tiene un recorrido más complejo: del caso a la norma (subsunción, calificación) y de la norma al caso (interpretación). Eso comporta algo sobre lo que me interesa mucho reparar, porque afecta a algo sustancial de nuestro sistema jurídico: el protagonismo de la jurisprudencia, como cosa distinta del “precedente”.
En nuestra cultura el precedente no tiene más autoridad que la de “cosa juzgada” para quienes fueron parte en el procedimiento. No hay un prejuicio sobre la validez o corrección de la solución dada, por lo que es legítimo separarse de él, con tal de que ello no se deba a arbitrismo o discriminación, sino a una distinta manera de entender o interpretar la norma legal. Lo que sí vincula, lo que sí se constituye en referente para la decisión posterior, es el criterio jurisprudencial acumulado, es decir, el criterio o argumento que ha acabado ganando autoridad por su repetición, es decir, por su capacidad de presentarse reiteradamente como válido para solucionar un asunto. La jurisprudencia, pues, entre nosotros, no es un conjunto de precedentes, sino un conjunto de reglas o criterios de decisión que no estaban explicitados o verbalizados en la norma legal y que se han decantado en la tarea jurisdiccional de solucionar controversias. La autoridad no está en el dato formal del precedente, es decir, en la sentencia, sino en la reiteración, y por tanto en la fuerza expansiva de la racionalidad del argumento.
Digamos una obviedad: cuando un tribunal se enfrenta a un caso concreto, ha de dar solución al mismo. Pero reparemos en que, sobre todo, ha de hacerlo sobre la base de razones: de las mejores razones jurídicas a su alcance. Tales razones han de entroncar con una norma, pero para ello deberá interpretarla. Lo que importa de una sentencia, para el pleito, es la decisión; lo que importa para el Derecho, es su razón de decidir o ratio decidendi. Porque en la medida en que ésta se repite para casos similares, se está conformando jurisprudencia, y la jurisprudencia es nuestro procedimiento para completar el ordenamiento jurídico. Da igual que la llamemos o no “fuente del Derecho”; lo cierto es que el ordenamiento son las leyes tal y como se aplican reiteradamente por los tribunales. La jurisprudencia es la que, en definitiva, define, perfila, matiza y completa la norma jurídica, a través de una tarea de interpretación que no se hace en el aire, científicamente, ante la Academia, sino en el trance de dar respuesta a un conflicto. Esto tiene mucha importancia para la valoración que luego haremos sobre el abuso de la técnica de los Acuerdos de Pleno no Jurisdiccional, en los que los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal formulan unos criterios de interpretación y aplicación de las normas sin estar decidiendo un asunto concreto, y por tanto más bien al modo legislativo que al judicial, y desde luego sin motivación alguna.
Reiteración y razón para decidir, esos son los mimbres de los que está construida la jurisprudencia, y en última instancia el Derecho. Aún más: en el marco de un proceso judicial con todas las garantías de contradicción. La contradicción es el contexto problemático de la jurisprudencia, y el tejido con el que está hecho su lenguaje. La verdad jurisprudencial es una verdad dialéctica: vale porque ha ganado un debate.
V. La selección de los mejores argumentos en Derecho.
Vamos llegando así a lo sustancial.
Concibo la jurisprudencia como una enorme caja de resonancia en la que lentamente, a fuego lento, compiten mejores y peores razones, decisiones más atinadas o menos, argumentos más convincentes y menos convincentes, interpretaciones de la norma más y menos ajustadas a su espíritu y finalidad, construcciones dogmáticas con materiales más improvisados o más resistentes, ocurrencias y reflexiones, principios decantados con el continuo roce de las normas y los hechos enjuiciados. Precedentes judiciales, informes de abogados y opiniones de autores se miden las caras una y otra vez en la sentencia del Juzgado, de la Audiencia y del Tribunal Supremo.
Yo creo que esto es así. Concibo la jurisprudencia en primer lugar como un espacio, un enorme espacio, acotado por el conjunto de garantías jurisdiccionales que aseguran un juego limpio, y donde continuamente están compitiendo argumentos. Me gusta decirlo así, para destacar su importancia. Ya sé que lo que en realidad compiten son pretensiones contrapuestas, pero es que el Juez sólo puede decidir sobre la base de las mejores razones a su alcance, y unas razones que además han de poder dejarse dichas por escrito. Ello significa que la actividad judicial, de la que se nutre la jurisprudencia, es en definitiva un continuo y constante proceso de comprensión, medición y decantación de “razones para decidir”.
Me gustaría que no fuese necesario hacer una precisión. Cuando digo "mejores razones" o "mejores argumentos", no me estoy refiriendo a una razón abstracta, de una pericia argumentativa o habilidad dialéctica, ni siquiera a la que suministra las decisiones intuitivamente más justas, más eficientes o más tranquilizadoras, sino a la que mejor ayuda a construir la decisión más conforme al ordenamiento jurídico, es decir, al sistema de fuentes, que en principio es algo extrínseco al ámbito jurisprudencial, porque le viene dado desde fuera. No creo, pues, que la prudentia iuris sea hoy un ejercicio de lógica ni tampoco, naturalmente, de pura equidad, sino que es la mejor manera de hacer presente la ley, o mejor, la norma, en presencia del caso.
Pues bien, la pregunta es inevitable: ¿Cumple la jurisprudencia española su función de completar el ordenamiento jurídico y orientar o armonizar la aplicación de la ley seleccionando los mejores materiales de entre todos los existentes? ¿Existen controles de calidad, hay manera de evaluar si un Juez, si una Sala o si el mismo Tribunal Supremo ayudan o por el contrario obstaculizan la construcción del buen Derecho? ¿Tenemos bien organizado el sistema de selección de argumentos en la jurisprudencia española? ¿Es entre nosotros la jurisprudencia un lugar donde, de hecho, poco a poco se imponen las mejores razones, las mejores interpretaciones, las mejores decisiones, frente a las peores? ¿Puede decirse que si se lanza al ruedo de nuestra jurisprudencia un buen argumento lo normal será no sólo que triunfe frente al contrario de menor calidad en la batalla particular de un pleito, sino que se expandirá, es decir, cobrará fuerza expansiva, será invocado en otros pleitos, se dará a conocer y acabará siendo acogido como una línea jurisprudencial? O al menos, ¿puede decirse que en nuestra jurisprudencia un buen argumento tiene claramente más posibilidades de subir al marcador que un mal argumento? ¿Son nuestras doctrinas jurisprudenciales el resultado de un largo proceso en el que se han ido depurando razones y las mejores se han impuesto sobre las peores?
Son demasiadas preguntas. Pero fíjense que hablamos de algo importante, porque no hace falta decir que unas buenas leyes no aseguran un buen Derecho. El ejemplo lo tenemos en el Derecho comparado, donde la copia mimética de textos legales de un país a otro no asegura en absoluto una calidad semejante en la jurisprudencia: probablemente porque la ley no es más que un punto de arranque y una línea de demarcación entre lo posible y no posible, pero nunca jamás agota el recorrido entero que el juez debe realizar hasta encontrar la solución del caso. La jurisprudencia no es fuente del Derecho, pero es puro Derecho. Las leyes llevan a cabo grandes opciones que deben respetarse, y eso es el principio de legalidad; pero desde esas grandes opciones después hay que concretar, perfilar, poner en movimiento y también, naturalmente, matizar. Hay un tramo de la decisión, pues, recorrido por la ley, y otro tramo, unas veces mínimo, y otras enorme, que es responsabilidad de ese espacio al que llamamos jurisprudencia. Por eso digo que preguntarse por la calidad de la jurisprudencia como mecanismo de selección de las mejores razones, es preguntarse por algo importante para nuestro sistema. La pregunta, además, es oportuna, porque aprecio, sobre todo en el ámbito de la jurisprudencia penal, una pulsión autoritaria que parece querer compensar el desorden jurisprudencial, indisimulable y reconocido por todos, con un golpe de autoridad: estamos en un nuevo ciclo en el que no para de hablarse de la fuerza vinculante de la jurisprudencia, con el agravante de que esa fuerza vinculante no acaba de precisarse, es decir, no acaba de decirse qué consecuencias, al margen del eventual éxito del recurso de casación, se depararían del hecho de que un juez o una Audiencia se apartasen voluntaria y motivadamente de la doctrina reiterada y uniforme del Tribunal Supremo. Como si otra vez la autoridad del argumento se estuviera postergando por el argumento de autoridad: “esto es así, porque lo dice el Tribunal Supremo”
Si en la jurisprudencia sólo encontramos un ramaje desorganizado de precedentes que se agotan por sí mismos, se conocen por casualidad o por el azar de los sistemas de búsqueda en las bases de datos comerciales, y se invocan según convenga o no a la solución adoptada intuitivamente, es que la función jurisprudencial atribuida a los órganos judiciales está fallando. Si, en cambio, existen resortes capaces de ir decantando y depurando materiales, de seleccionar y clasificar precedentes, de aislar errores y resaltar aciertos, entonces la jurisprudencia recupera su función de factor de codificación permanente, que es la que en realidad está llamada a cumplir en sistemas jurídicos de tradición latina.
Creo que no es difícil entender que de lo que hablamos no es en absoluto ajeno al lenguaje. Porque según cómo vengan redactadas las sentencias, la función jurisprudencial encontrará mejores caminos o veredas más caprichosas y tortuosas. Cualquiera que se haya visto en la tesitura de buscar criterios o doctrinas jurisprudenciales, y que se haya enfrentado a un grupo de sentencias seleccionadas con buscadores más o menos “inteligentes” en función de la materia que interesa, sabe que hay sentencias que “le sirven” y sentencias que “no le sirven”, y ello no depende por lo general de lo acertado que nos parezca el sentido de la decisión de cada una. Depende más bien de si el modo en que están redactadas es o no radicalmente coherente con las exigencias inherentes a la naturaleza de una sentencia, es decir, una decisión sobre un asunto controvertido sobre la base de las mejores razones jurídicas. Dicho de otro modo, si la sentencia permite al lector identificar, sin necesidad de un gran esfuerzo, al menos tres cosas:
- qué pasó, es decir, cuáles fueron los hechos jurídicamente relevantes, ya sea admitidos por ambas partes (no controvertidos), ya como resultado de un juicio de hecho tras la valoración de la pruebas;
- qué se discutía , es decir, cuál o cuáles eran los puntos controvertidos, pretensiones o tesis jurídicas cruzadas a lo largo del proceso; y
- por qué se decide así , es decir, qué argumentos jurídicos son los que el tribunal considera prevalentes de entre todos los invocados, en particular en la medida en que esos argumentos decisivos pueden formularse en forma de regla jurídica, y no de afirmación voluntarista.
VI. Sombras sobre la calidad de nuestra jurisprudencia
Pero más que decir cómo han de redactarse las, puedo intentar un pequeño inventario de las sombras u obstáculos que típicamente impiden que los tribunales, al dictar sentencias, precisamente por la forma en que vienen redactadas, estén colaborando en el objetivo de formación de una jurisprudencia ordenada, cognoscible y útil.
VI.1. La ocultación del juicio de hecho.- Por lo general las partes no están de acuerdo sobre los hechos. El demandante en el proceso civil, o la acusación en el proceso penal, describen un relato integrado por un conjunto de hechos a los que atribuyen relevancia jurídica desde el punto de vista de sus pretensiones. Ese relato es contestado por la parte demandada o acusada: algunos hechos se niegan, otros se matizan, otros se consideran irrelevantes, y se añaden otros hechos omitidos en la demanda o acusación. Una parte y otra propone medios de prueba cuya función no es sino convencer al juez de la verdad de un relato: el que han propuesto en sus alegaciones. El juez deberá admitir la prueba que aparentemente resulte útil para dirimir la controversia sobre los hechos, que ha de estar perfectamente identificada. Y una vez practicada la prueba el juez debe inexcusablemente tomar partido y definir qué hechos considera probados ,es decir, verdaderos, y cuáles no.
Esto parece evidente. Sin embargo, es demasiado frecuente, sobre todo en la jurisdicción civil, el vicio de absorción de los hechos por el derecho. Vicio común, derivado de la pereza o de la torpeza, pero con graves consecuencias. Consiste en envolver el relato de hechos probados, identificadores del supuesto de hecho, en las consecuencias jurídicas expuestas para la decisión sobre el caso. Se lleva así a cabo un ocultamiento selectivo de los hechos que estorban a la coherencia de la resolución. La sentencia corre el riesgo que carecer de motivación para el caso concreto y, desde luego, deja de servir para la función propiamente jurisprudencial, en la medida en que no resulta posible identificar la ratio decidendi., por que como hemos dicto la ratio decidendi es justamente el diálogo entre las razones jurídicas y los hechos.
La LEC exige paladinamente que se exprese por separado el resultado del juicio de hecho. Esto, que se hace en las sentencias penales, no se cumple en las sentencias civiles. No es sólo cuestión topográfica, sino sustancial: los hechos pueden exponerse en los fundamentos de derecho, a condición de que se haga de manera clara y expresa, de tal modo que la sentencia pueda impugnarse por error en el juicio de hecho.
Art. 209.2º LEC: “En los antecedentes de hecho se consignarán, con la claridad y la concisión posibles, y en párrafos separados y numerados, las pretensiones de las partes o interesados, los hechos en que las funden, que hubieran sido alegados oportunamente y tengan relación con las cuestiones que hayan de resolverse, las pruebas que se hubiesen propuesto y practicado, y los hechos probados, en su caso”.
La claridad y la concisión son, pues, un mandato legal; la ley establece cómo debe expresarse la sentencia. Las partes tienen derecho a recibir una sentencia que cumpla estas condiciones. Lo que, por cierto, comporta cultivar una habilidad que ni mucho menos es innata: la de describir ordenadamente la secuencia de hechos que, teniendo relevancia jurídica, pueden considerarse ciertos, es decir, probados.
VI.2. La falta de justificación de la valoración probatoria. Es célebre la afirmación de una sentencia de la Sala Segunda del TS, a finales de los 70, en la que se refleja un modo de proceder sobre la motivación del juicio de hecho que hoy no podría repetirse, y que sin embargo, permanece en el subconsciente cultural de no pocos jueces:
“El tribunal debe abstenerse de recoger la resultancia aislada de las pruebas practicadas, el análisis o valoración de las mismas, totalmente ocioso e innecesario dada la soberanía que la ley concede para dicha valoración que debe permanecer incógnita en la conciencia de los juzgadores y en el secreto de las deliberaciones; dicho de otro modo, el tribunal no puede ni debe dar explicaciones del porqué llegó a las conclusiones fácticas…”
Es una afirmación que no tiene desperdicio, porque refleja la cultura de un juez autoritario y decisionista, que requiere un lenguaje apropiado para ‘mandar sin dar explicaciones’ (P. Andrés Ibáñez), justificado por un argumento de autoridad: porque proviene de la decisión de quien tiene competencia para ello.
Naturalmente, después de la jurisprudencia del TC sobre la motivación de las resoluciones judiciales, afirmaciones como aquella no pueden seguir manteniéndose. Pero sí subsisten excusas que permiten esconder la motivación del juicio de hecho, como la “apreciación en conjunto de la prueba practicada”, la “credibilidad del testigo (o perito) al que se ha oído con inmediación y contradicción”, etc. El problema es especialmente visible en las sentencias del Tribunal de Jurado, en el que la decisión se descompone entre el veredicto (que ha de venir “sucintamente motivado”) y la sentencia, que debe completar aquella motivación, siendo demasiado frecuente que finalmente queden dudas sobre si la decisión es resultado de un juicio, o de un prejuicio, es decir, si la respuesta al objeto del veredicto es el resultado de una valoración de las pruebas, o si son la respuesta a un cuestionario después de haber decidido intuitivamente. Corresponde al Magistrado Presidente advertir al Jurado sobre la necesidad de colgar en la percha de entrada a la sala de deliberación todos los prejuicios, y quedarse exclusivamente con lo aprendido en el juicio.
La LEC también incide sobre el aspecto de la motivación de los hechos, en su artículo 218.2:
“Las sentencias se motivarán expresando los razonamientos fácticos y jurídicos que conducen a la apreciación y valoración de las pruebas, así como a la aplicación e interpretación del Derecho. La motivación deberá incidir en los distintos elementos fácticos y jurídicos del pleito, considerados individualmente y en conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón”
VI.3. La sentencia caída del cielo, dictada de espaldas al proceso y fuera del contexto de desacuerdos escenificado en el proceso en el que recae. Ya lo hemos dicho antes: conforme a nuestro modelo constitucional de justicia, el valor de una sentencia viene dado no por la autoridad de quien lo dicta, ni por su sabiduría, ni menos aún por su instintivo criterio de justicia. Su valor consiste en que se trata de una decisión que sólo puede tomarse después de presenciar un proceso contradictorio con igualdad de armas y todas las garantías de limpieza del debate. Es la dialéctica lo que hace buena la sentencia. La virtud está en el proceso. Por eso los ingleses, admirables en su cultura procesal mucho más que en su cultura constitucional, definen una buena sentencia como "aquella que no sorprende a quien ha seguido atentamente el proceso". La buena sentencia no es la que cae del cielo, sino la que brota del proceso. Ello obliga a redactar las sentencias precisamente como resultado explícito de un proceso, es decir, de una controversia. Y la primera condición, entonces, habría de ser reflejar con fidelidad la controversia, sin desfigurarla, desvirtuarla o ignorarla para rebatirla con facilidad y que no ofrezca resistencia a la decisión que va a adoptarse.
Algunos jueces nos empeñamos en escapar de la sentencia “previsible”: aunque demos la razón a quien la tiene, la damos por razones propias y ajenas a los argumentos cruzados, a modo de sello personal que sitúa al juez en un plano superior a los abogados. Como si estimar una pretensión de parte por los mismos argumentos dados por la misma (superiores a los contrarios) fuese un signo de merma de autoridad. Que se estime una pretensión por razones diferentes a las invocadas es posible, por el principio iura novit curia; lo que sí habría de ser insoslayable es que la sentencia exponga con fidelidad la tesis contraria a la que finalmente se adopte. Sin caricaturizarla, sin simplificarla para rebajar la exigencia de la propia argumentación.
Al fin y al cabo, el juez debe el fallo a quien tiene razón, y debe una explicación a quien no obtiene el fallo pretendido.
VI.4. Lo que abunda sí daña. La ausencia de argumentos convincentes suele revestir la forma de la abundancia y producir el efecto de la confusión. Si no se ha logrado identificar con precisión el nudo del pleito, se motiva por tanteo, yuxtaponiendo consideraciones circulares que apenas se deciden a aterrizar en la tierra firme de una afirmación concreta, comprensible y bien despejada. Se trata, por lo general, de sentencias cuyo fallo es el resultado de varias aproximaciones, todas ellas falibles, inseguras, no terminantes, como si jugársela a uno o pocos argumentos bien secuenciados la expusiera al riesgo de la crítica: se avanza por acá, se sigue por allá, se dan quiebros y requiebros y se recurre a la seguridad de afirmaciones incontrovertidas pero alejadas del problema concreto hasta que el fallo parece presentarse como la lógica conclusión de un silogismo nunca formulado, aunque por lo general reforzado por esa terrible expresión tan utilizada: “máxime si…”.
No siempre es posible, pero lo ideal es una sentencia breve y centrada sólo en lo que no está claro, porque a ningún órgano judicial se le pide que exponga lo obvio. Cuando un argumento se expresa de tres maneras diferentes, suele ser porque el magistrado ponente no ha dedicado cinco minutos más a elegir la mejor manera de exponerlo. Las afirmaciones a mayor abundamiento no siempre rematan el argumento ratio decidendi, sino que con frecuencia lo envuelven en una hojarasca defensiva: vale mucho más un argumento definitivo que muchos argumentos a medias.
VI.5. La pseudomotivación.- Motivar una sentencia no es rellenar dos o cinco fundamentos de derecho antes de escribir el fallo. Es exponer los términos del debate y persuadir de que la decisión adoptada es la más conforme con el ordenamiento jurídico. Si se tienen que hacer explícitas esas razones, entonces el juez se juega su autoridad en cada argumento que ofrece, pues al quedar por escrito puede ser criticado con mejores argumentos. Por ello para el juez el deber de motivar es un factor de enorme complejidad que requiere especiales habilidades que no se adquieren de pronto, ni en una oposición ni en talleres de la escuela judicial. Y el problema es que por lo general, en los casos complejos, lo que muchos jueces tendemos a desarrollar es un conjunto de estrategias defensivas cuya finalidad es suministrar motivaciones aparentes o formales, menos expuestas a la crítica racional al envolverse en capas, formas, ritos, ruido de palabras o silencios calculados. Las tautologías, las premisas convertidas en conclusiones, la cuestión convertida en supuesto, el “es evidente que” y el “huelga todo comentario” irritan, con razón, al Letrado que se ha esforzado en evitar la aplicación mecánica de los pseudoargumentos que ha procurado combatir.
Destacaré cuatro manifestaciones típicas de lo que podemos denominar pseudomotivación, motivación formal o motivación aparente. Cada cual podrá reconocer estos modelos de argumentación que no son sino obstáculos para la formación de una jurisprudencia limpia, clara, honesta y “expuesta” a la crítica.
VI.5.1. El doctrinarismo. Consiste en la transcripción de “cuerpos de doctrinas” que se han ido formando sobre la base de determinados supuestos, pero que acaban desligándose de los mismos, solidificándose en un texto que más parece propio de un manual que de una sentencia. Se trata de parrafadas jurisprudenciales que se repiten como estribillos y que suministran una motivación de “brocha gorda”: se expone, a modo de píldora, un resumen de todo lo que se ha dicho sobre una norma, una institución o una materia, venga o no a cuento, a modo de manual de referencia, para a continuación pasar a decir que “por virtud de lo expuesto, y en aplicación al caso presente...”, y despachar esa concreción al caso concreto en un párrafo decepcionante o tautológico, que deja al lector sin saber exactamente cuál ha sido la regla de derecho o criterio determinante de la solución.
Obsérvese que el vicio, en estos casos, consiste en que argumentos cuya naturaleza es decisoria (y por tanto incomprensibles si no se conoce cuál fue la pregunta a la que respondieron) se acaban convirtiendo en máximas o dogmas que presentan con valor intrínseco o cuasi-normativo: una vez que esos cuerpos de doctrina se han formado, se han aprendido, y se han archivado en un documento copiable, se relaja la tensión por apreciar la singularidad del hecho a enjuiciar, haciéndolo “encajar” en la doctrina, como si la perfección del criterio doctrinal abstracto fuese ya una garantía de acierto respecto del caso concreto, tengan o no que ver las razones de aquella doctrina con el nudo de la controversia.
Más aún, esta técnica hace difícil identificar la verdadera razón por la que se ha decidido de una manera y no de otra, porque no siempre está claro cuál de los matices de la doctrina transcrita es la determinante. Sobra mucho discurso, y a cambio, se escatima a la hora de “proyectarlo” sobre el caso concreto.
Todavía dentro de este género está el abuso de la cita jurisprudencial: se encuentra un caso “parecido”, y se transcribe lo que dijo otro tribunal, o lo que se ha dicho en sentencias de tal, tal, tal y tal fecha, lo que exime al juzgador de explicarlo de la manera más ajustada posible a la controversia concreta. El argumento jurisprudencial es, desde luego, valiosísimo en la tarea de motivación, pero ha de afinarse: de lo que se trata es de convencer, y no de abrumar. El argumento jurisprudencial no se acaba “de una vez por todas”: cada vez que se explica la pertinencia de su aplicación al caso, se va revalorizando. La función del Juez no es “citar” la jurisprudencia, sino seguirla y, en su caso, completarla. Su automática exposición concebida como punto de llegada cerrado y definitivo, más bien lo va degradando.
VI.5.2. El casuismo. En otras sentencias, por el contrario, el tribunal fija su atención exclusivamente en los hechos, desentendiéndose de las normas o de la posibilidad de extender la solución y sus razones a casos similares. No hay aplicación de criterios precedentes, sino decisión en equidad, revestida después de vagas referencias jurídicas no generalizables. Son sentencias que acaso suministran una decisión justa, pero que no logran apoyar la decisión en un criterio susceptible de ser formulado en términos generales.
Como ya advirtiera el Tribunal Supremo en alguna sentencia, la equidad no puede constituirse en “ariete” del sistema jurídico: sólo es útil si no pretende suplantar la regla o criterio general sino, partiendo de la misma, añadiéndole un matiz, un añadido o una excepción obligado por la singularidad del caso.
VI.5.3. Peor aún: el corta y pega. Ya no es que una sentencia repita un estribillo largo lleno de flecos que no afectan al caso. Es que su cuerpo argumentativo fundamental es la transcripción literal de otra sentencia concreta anterior (a veces, incluso, con los datos procesales propios de aquél asunto), a la que se remite, sin discriminar lo que en aquella sentencia precedente era un argumento generalizable, de lo que era propio y específico del procedimiento en el que recayó. Es la pereza argumentativa redoblada con la pereza tipográfica.
La técnica del corta y pega no sólo es empobrecedora, sino que sobre todo es arriesgada: el juez “desea” que el precedente sea útil, y se enoja si no todo cuadra, por lo que puede tender a prescindir de lo que no encaja. No sólo éso: con frecuencia el Letrado o la parte que pierden el pleito se quedan pensando a cuento de qué se les cuenta algo que nada tiene que ver con el asunto concreto.
VI.5.4. El abuso de la remisión a los acuerdos de los plenos no jurisdiccionales, sobre todo en el ámbito de la jurisdicción penal. En su empeño por introducir dosis de seguridad jurídica en la aplicación de la norma penal, la Sala Segunda del Tribunal Supremo viene utilizando de manera notoriamente más frecuente que la Sala Primera la técnica del Acuerdo de Pleno no Jurisdiccional, en el que, tras una deliberación sobre la norma penal efectuada entre los Magistrados presentes, se “dicta”, desde luego sin motivación de ninguna clase, un modo concreto de resolver determinados asuntos que vienen siendo controvertidos y que dan lugar a criterios contradictorios. Ninguna objeción puede oponerse a que los Magistrados de la Sala Segunda se reúnan para discutir e intentar ponerse de acuerdo sobre tales aspectos controvertidos. Lo discutible es el valor vinculante que quiere darse a tales Acuerdos. Resulta particularmente llamativo el Acuerdo de 18 de julio de 2006, según el cual
“Los acuerdos de sala general (pleno no jurisdiccional) son vinculantes”.
Entiendo que este acuerdo es el paradigma que culmina una trayectoria de despropósitos. Si el Pleno se reunió para tratar ese asunto, es que cabe la posibilidad de entender que no son vinculantes, puesto que carecen de sentido los Acuerdos que se limitan a repetir lo obvio. Pero entonces, si no es obvio que sean vinculantes (y desde luego que no lo es), ¿qué competencia tiene un Pleno no jurisdiccional para pronunciarse sobre el sistema de fuentes del Derecho? ¿No habría de ser el legislador, y sólo el legislador, el que determinase cuál es el sistema de fuentes al que debe someterse el juez en el ejercicio de la jurisdicción? ¿No se está desnaturalizando radicalmente este útil instrumento de coordinación interna de criterios, hasta darle un valor cuasinormativo superior incluso al que tiene la propia jurisprudencia?
Es importante reparar en que los acuerdos no jurisdiccionales no son jurisprudencia. Nada es jurisprudencia si no se ha producido en el marco concreto de un procedimiento con todas las garantías, y en trance de decidir sobre un litigio. El Tribunal Supremo tiene una función indispensable de proponer y establecer líneas claras de interpretación de las normas jurídicas, pero esa función debe cumplirla dictando sentencias, es decir, resolviendo litigios, y no de otro modo. Puede incluso afirmarse que la jurisprudencia no es lo que el Tribunal Supremo dice que es jurisprudencia, sino lo que responde a su naturaleza: un criterio decisorio que se repite. En la medida en que se repita, será jurisprudencia. La autoridad le viene a la jurisprudencia no por consagrarse en una tabla recopilatoria de doctrinas, sino por intervenir una y otra vez como argumento decisivo en las sentencias. Los tribunales, incluido el Tribunal Supremo, tienen encomendada una función jurisdiccional, y fuera de ese marco carecen de autoridad para decir el Derecho.
Si además consideramos que tales acuerdos carecen de motivación, y que las sentencias posteriores que lo aplican reducen su motivación a la invocación del acuerdo como un argumento de autoridad, entonces es evidente que determinados aspectos han quedado consagrados sin motivación jurisdiccional, y ello comporta, de nuevo, un riesgo de empobrecimiento de la jurisprudencia.
Mucho más correcta desde este punto de vista, y desde luego más acorde con el verdadero sentido de la jurisprudencia, me parece la práctica habitual de la Sala Primera del Tribunal Supremo en los últimos años, empeñada en el esfuerzo de unificar doctrina jurisprudencial en asuntos de trascendencia allí donde aprecia no ya discrepancias entre los órganos inferiores, sino entre sus propias sentencias, sin acudir al recurso los acuerdos no jurisdiccionales más que para aspectos relativos a sus propias decisiones procesales. Tratándose de problemas de derecho sustantivo, la Sala Primera delibera en pleno el criterio a seguir con motivo de la resolución de un concreto recurso de casación, y por tanto dictando una sentencia especialmente motivada. Al tratarse de una sentencia, la regla propuesta se mide directamente con unos hechos concretos y se valora como adecuada para dar una solución conforme al ordenamiento jurídico. La diferencia podría parecer formal, pero es sustancial, porque deja a cada uno en su lugar: el legislador, dictando normas generales y abstractas; los magistrados, resolviendo asuntos con conciencia de estar estableciendo pautas interpretativas que se incardinan en el ordenamiento jurídico en forma de argumento.
VII. Y una conclusión.
Concluyo. Hernández Gil dijo que: “El lenguaje, para el Derecho, es algo más que un modo de exteriorizarse; es un modo de ser. (…) La precisión y claridad no actúan aquí como simples valores estéticos, sino como verdaderos valores morales. La justeza de la expresión no es extraña a la justicia del resultado (…). El Derecho impone al lenguaje una severa disciplina”.
La sentencia es un texto escrito que tiene sus reglas formales o de estilo. Una “severa disciplina”. No se trata de regañar a nadie: las prisas y el cúmulo de trabajo, sobre todo en los órganos judiciales con más pendencia, pueden explicar errores de redacción, descuidos gramaticales, y estilos poco elegantes. O sentencias demasiado extensas, porque la brevedad, como saben, requiere reflexión, y la reflexión requiere tiempo. El problema fundamental no está, sin embargo, en esas deficiencias. Más grave es que la judicatura en España no haya aún salido decididamente de la cultura del argumento de autoridad y del desprecio del proceso contradictorio como instrumento de obtención de la mejor razón para decidir. Eso es lo que se refleja en las malas sentencias: que son pedradas lanzadas por el juez al aire de un supuesto mal entendido, a veces inventado, y poco comprensible por los propios actores del proceso. No es un problema de redacción, sino de cultura: como dice P. Andrés Ibáñez, “nuestro lenguaje forense de hoy nos sirve para decir, pero a la vez dice mucho de nosotros mismos; y en particular, el lenguaje de las sentencias traduce o expresa una forma de concebir la jurisdicción (…) lo que remite a un asunto de fondo, que es el modelo de juez que se quiere o no se quiere”.
No se trata de construir textos impecables ni de exigir la perfección. Pero sí es importante tomar conciencia de que hay mucho margen de mejora. Uno de los primeros pasos habría de ser entender que las sentencias son textos escritos que requieren una disciplina formal cuya observancia puede afectar a su misma validez como sentencia, porque al fin y al cabo los defectos de la sentencia como texto afectan a la exigencia constitucional de motivación. Desarrollar una cultura constitucional de la jurisdicción y cultivar estrategias para la mejora de la redacción de las sentencias como decisiones razonadas sobre una controversia son dos caminos confluyentes que los jueces deberíamos empeñarnos en recorrer con la ayuda de todo el mundo del Derecho.
¡Mon Dieu, Miguel!… Valor tiés…
No sólo lees rápido sino que también intuyo que escribes rápido… (broma!…)
Lo cierto es que sólo registré en Feedly la URL del balcón y nunca curioseé el apartado de tribunales.
Con gusto leeré este artículo en el fin de semana ya que mi interés no se centra en el concepto de verdad como tal, menos sobre la vertiente de la verdad jurisprudencial, que tan sólo era una hipérbole metafórica, sino justo sobre los modelos de explicación y demostración científica…(mi fondo de armario es la epistemología… aunque el armario lo tengo hecho un desastre dado que mi curiosidad es muy anárquica y variopinta…)
Si no he entendido mal afloras este artículo en nuestro debate sobre argumentación para convencer al objeto de integrarlo como pieza del “esgrima” dialéctico… entonces mi pregunta es si quieres y/o admites un comentario crítico sobre el artículo o es tan sólo a efectos informativos, sin más?…
Ya me conoces..¡.Crítico pero leal!
Un saludo
RECTIFICO: … Anoche reconozco que me asusté un poco solo leí “sucintamente” el punto I. La justicia como lenguaje y efectivamente me descalabró la pedrada de Wittgenstein… y en vez de ver estrellitas vi obispos… de ahí la expresión ¡Mon Dieu!… ¿dónde me he metido?…
«La jurisprudencia es el lenguaje del lenguaje del legislador y entre medio existe el Derecho…»… Indescifrable para mi en un Black Friday… agotado y asustado no pude continuar la lectura.
Tus preguntas no contienen duda, ni buscan respuesta por lo que más que granadas de mano son pompas de jabón…
¿Cómo Milú podía estar tan equivocado?…
¡Qué pesadilla en Black Friday!… ¿Está mi Milú enfermo?…
Horror: La vitrina no es «memoria del pasado»… sino un presente continuo…
!!!! Franco no ha muerto!!!… como decía Vincent Navarro recientemente… y yo delante del Juez!
Sin embargo hoy la cosa ha cambiado drásticamente…
No he terminado de leerlo todavía pero esta frase merece la pena:
«La buena sentencia no es la que cae del cielo (toptodown), sino la que brota del proceso.(downtotop)»
Ya te veo como cura jesuita de base (modelo Ignacio Ellacuría), o incluso como los de la conferencia de Medellín de 1968 de la Teología de la liberación (modelo Ernesto Cardenal)… jajaja (broma; claro)
Sigo ya en mi lectura con agrado y curiosidad, aunque mantengo mi pregunta de cortesía…
Un saludo y buen día!
Claro, Aramis, serán bienvenidos tus comentarios
Bueno… ya tengo el texto:
LA ENCARNACIÓN DEL VERBO–LEY: El proceso justo y la resolución de conflictos
Crítica de un justiciable: La mentira y la abducción
Alcanza los 9 folios
Suena fuerte, pero no temas, soy muy anglosajón titulando y más de uno me ha calificado de “amarillista”… No es que lo sea… pero hay gente muy victoriana en esta España de provincias por incongruente que parezca…
No obstante estimo que este texto no debe ser público toda vez que situaría el debate en una dimensión inapropiada sin antes limarlo convenientemente y reposarlo como merecería. No es una cuestión de secretismos ni intimidades inconfesables, sino una norma de calidad mínima, y aunque mi texto es legible está realizado en un finde entre los barullos y las incidencias propias del calendario.
Y además es de cortesía debida el que tú lo leas primero sin más explicaciones.
En este sentido entiendo que tienes acceso a mi dirección de correo de Aramis con lo que si me mandas un correo al que te pueda enviar el texto, completo la operación en cuanto tenga ocasión.
Un saludo.