Podríamos -y acaso deberíamos- discutir hasta bien entrada la madrugada y con la mejor disposición muchas cosas: sobre si es acertado que el Tribunal Constitucional pueda dar órdenes directas y ejecutivas a quienes ni siquiera han sido parte del procedimiento y sin posibilidad de recurso suspensivo; si la Generalitat puede o no convocar consultas no referendarias, y por qué; sobre qué significados del "derecho a decidir" de la población de una comunidad autónoma sería compatible con la Constitución. Podríamos y acaso deberíamos discutir sobre la estrategia del Gobierno de la legislatura anterior, que se dotó de recursos legales ad hoc para contar con un instrumento de represión penal (que le eximía de otros esfuerzos de naturaleza política) frente a iniciativas como las que previsiblemente iban a poner en práctica las autoridades catalanes con el apoyo de su Parlamento. Merecería discusión el hecho en sí de que un dirigente político haya quedado inhabilitado penalmente para concurrir a elecciones por cumplir un compromiso electoral que, por su contenido, no es delictivo [la consulta habría sido legal si el Presidente del Gobierno y el Congreso de los Diputados la hubiesen autorizado, y la decisión e autorizarla o no era exclusivamente política]. Naturalmente, también podemos discutir si esta condena tendrá efecto disuasorio, o si por el contrario alentará futuras desobediencias, quizás masivas, de cargos institucionales catalanes. Todos esos ámbitos de discusión siguen abiertos después de la sentencia del TSJCat que ha condenado a Mas, Ortega y Rigau, y cada cual podrá legítimamente dar su opinión.
Pero es menos discutible que Mas, Ortega y Rigau tomaron una decisión que vulneraba un mandato válido según el Derecho vigente, a ellos dirigido por una autoridad superior, en el ámbito de su competencia; es decir, que decidieron anteponer su voluntad política a las exigencias del principio de legalidad concretadas en un requerimiento directo por quien estaba facultado para requerirlo.
La Ley Orgánica que regula el Tribunal Constitucional es una ley estatal, y por tanto vinculante para las autoridades catalanas. Eso no lo discute nadie. El Tribunal Constitucional, con criterio que sí puede discutirse, requirió al Gobierno de la Generalitat para que suspendiera la consulta o proceso de participación que había convocado y las actividades de preparación y ejecución del mismo. Esa fue la respuesta del TC a un recurso formulado por el Gobierno Central: pudo ser otra, pero fue esa. Las autoridades catalanas podían disentir de ese criterio, pero no podían incumplirlo sin someterse a las consecuencias que de ello se derivan, del mismo modo que cualquier otro gobernante o ciudadano ha de cumplir las normas y resoluciones que no le gustan o con las que está profundamente en desacuerdo. Si la razón política, la concepción de la democracia o la legitimidad que se autoatribuía el Govern fuesen excusa suficiente para justificar una conducta incumplidora, entonces quedaría dinamitado el fundamento del orden jurídico y constitucional: ¿por qué razón, si no, habría de quedar un juez sometido al imperio de la ley, y no al de su conciencia? ¿Por qué un concejal no podría, entonces, incumplir la ley de contratos públicos para favorecer una iniciativa que le pareciese conveniente para el interés general? ¿Por qué habrían de cumplir los ciudadanos de Cataluña un Decreto de la Generalitat dictado en el ámbito de sus competencias, si lo creyere "injusto"? ¿Por qué, si no, no podría un grupo minoritario de diputados del Parlamento de Cataluña organizar al margen del Reglamento de la Cámara una asamblea y aprobar una norma que considerasen legítima que les permitiese, por ejemplo, constituir un Gobierno paralelo? ¿Habría argumentos para obligar al pago de un impuesto a quien considerase que dicho impuesto es abusivo y contrario a su dignidad personal y a su derecho fundamental a la propiedad privada?
Las leyes, los reglamentos, las sentencias y las decisiones administrativas pueden ser justas o injustas, de derechas o de izquierdas, eficientes o ineficientes, pero hay una distinción insoslayable que es la concernida por el delito de desobediencia: su validez/nulidad y su vigencia/no vigencia. Si la norma o la decisión es válida y vigente, el principio (democrático) de autoridad requiere que se deduzcan consecuencias de su falta de observancia, y si dicha decisión o norma incluye un mandato personal y concreto, una de esas consecuencias es la comisión de un delito de desobediencia.
A Mas, Ortega y Rigau no se les ha condenado por ser independentistas, ni por "poner urnas", sino por desobedecer un mandato válido del Tribunal Constitucional dictado con la cobertura de una norma vigente. Insisto: podrá discutirse el contenido de la norma y del mandato desde cualquier punto de vista (el político, el de oportunidad, o incluso el jurídico), pero nadie ha dudado en el proceso de sus respectivas validez y vigencia.
La Generalitat, o mejor dicho, los miembros del Gobierno hacia quienes iba personalmente dirigido el mandato, podían de hecho desobedecerlo, igual que yo puedo negarme a pagar el Impuesto de la Renta. Así lo hicieron: siguieron adelante con su plan (con algo de disimulo), conscientes -según se ha considerado probado por quien debía valorar la prueba- de que ello comportaba desoír un mandato inequívoco. Usted puede considerarlos héroes, puede aplaudirles, puede prometerse a sí mismo no olvidar el desafuero que le parezca que se ha cometido con ellos, y puede lamentar la política gubernamental sobre el famoso reto soberanista, pero ellos -Mas, Rigau y Ortega- han de asumir sus consecuencias, como ocurre cada vez que una persona o un colectivo optan por la insumisión. No sería la primera vez que una conducta llevada a cabo con una finalidad que su autor considera noble y justa, es calificada como delito.
Soy de los que, con argumentos que he expuesto en otras ocasiones, piensan que determinadas reivindicaciones como la independencia de una parte del territorio nacional debería tener un cauce democrático bien pensado y regulado constitucionalmente, y no sólo como estrategia de la que, con optimismo, pudiera esperarse una desactivación del conflicto independentista: también porque entiendo que si existe una voluntad claramente mayoritaria de un territorio bien definido de convertirse en un Estado, dicha voluntad debería tener consecuencias. Sé que esto es discutible, porque toca el concepto de soberanía que, en el constitucionalismo clásico, es el suelo de la misma democracia, y por ello digo que tal posibilidad debía precisamente quedar establecido en la misma Constitución, y no por la vía de un apaño entre dirigentes. Pero lo cierto es que dicho cauce en la actualidad no existe, del mismo modo que no existen o están prohibidas tantas cosas que me gustarían. Entre tanto, pues, es decir, mientras políticamente no se altere el marco jurídico y constitucional, quien quiera transgredirlo por la vía de hecho sólo tendrá dos alternativas: o ganar de manera rupturista (dar un golpe de Estado o consumar una revolución), o perder y asumir las consecuencias.
La sentencia del TSJCat que condena a Mas, Rigau y Ortega por un delito de desobediencia (no por el de prevaricación), es difícilmente discutible. Los acusados habían arriesgado, prefirieron seguir el criterio político con el que concurrieron a las elecciones en vez de el criterio que les señaló un órgano con mayor autoridad para impedírselo. Podrán ser unos héroes de la patria y hacer gala de radicalidad democrática, podrán ser homenajeados por millones de catalanes, del mismo modo que podría reprocharse al Gobierno de España no haber consentido, como constitucionalmente podrían (pues la Constitución le da competencia para ello), la celebración de la consulta. Pero optaron por erigirse en única autoridad, y ahora ha llegado el momento de las consecuencias. Exactamente igual que si un colegio concertado segrega cuando la ley lo impide, que si un policía decide no perseguir un delito de tráfico de droga por creer de buena fe que la droga debería legalizarse, o que si un Alcalde de una localidad de Tarragona autoriza una construcción al margen de las determinaciones urbanísticas impuestas por la Consejería de Urbanismo de la Generalitat, convencido de que lo hace "en interés de sus conciudadanos" y tras recibir el apoyo de una multitudinaria manifestación de los vecinos de dicha localidad. No hay democracia sostenible sin respeto a la autoridad democrática, y por eso se castiga el delito de desobediencia.
No lo digo con íntima satisfacción por la condena. A mí esta condena se me antoja el resultado de un fracaso colectivo. Pero sí me parece importante decirlo frente a demagógicos argumentos que frente a una ley considerada "injusta" esgrimen el valor de las vías de hecho políticas. Esas vías de hecho podrán, acaso, ganar el juicio de la historia, pero no a costa de ignorar algo tan fundamental como que las autoridades elegidas democráticamente están también sujetas al principio de legalidad y de autoridad, pues de lo contrario sobrarían Estatutos, Leyes, jueces y boletines oficiales, y estoy convencido de que la inmensa mayoría de seguidores de Artur Mas quieren estatutos, leyes y boletines oficiales que articulen la fuerza coactiva de los mandatos emitidos por las autoridades democráticas. ¿O no?
Molesta mucho que hablen en nombre de todos los catalanes igual que molesta que mientan. Siempre hay alguoen que les cree deslumbrado ppr sus sentimientos. De eso se valen.
Gracias por poner sensatez en el tema
Si tu no tienes capacidad política para reformar la Constitución, porque el procedimiento exige mayorias de votos muy reforzadas, tú sólo cuentas con dos remedios democráticos para declararte independiente como nación diferenciada y no encajada en el encaje estatal: el terrorismo o la cara dura.
He mirado el calendario y, si no me equivoco, estamos en el siglo XXI. A ETA hemos tardado 40 años en derrotarla. Y esta chusma verborreica y corrupta de Cataluña está llevando al Estado y a los españoles a un terreno absurdo: todos .los dias a las nueve y cuarto de la mañana hay que decirles que la ley hay que cumplirla, porque si no la cumples, eres un incumplidor de la ley y seras sancionado por ello, y no hay voto, urna , sistema antisistemático o construcción teorética que te salve de cumplir la ley legítimanente establecida por la mayoria de los ciudadanos. Si no te gusta esa ley, cambialá, y si no puedes, te jodes, porque el sistema legal vigente lo estoy manteniendo yo con mis impuestos, pedazo de anodino..
La sentencia del TSJC es formalmente correcta si se admite como licita la exclusión de la malversación, que yo, sin embargo, veo clarísima. España tiene hoy con Cataluña uu problema puramente sociológico o cultural, un problema de “autoritas”, y no de ” potestas” : si un Don Manuel Azaña, un Don Miguel de Unamuno, un Don Antonio Machado o un Federico García Lorca le dijera a Artur Mas o a este tal Junqueras: oiga, son ustedes francamente jetas, el nacionalismo catalán estaba acabado en 48 horas con sesentas segundos. A ver si hablamos claro ya de una vez, leche.
Pwero estya permanente elucubración, incluido el cuento de la judicialización d ella politioca, om el derecho de 547 poarftes de un Estado unitario a declafrarse independientes por su falta de encaje y por su subjetoividad cultural, es ya deñlirante. Como ypo tenga qwue demostrar que la única nación cultural bestia y maravillosa es Andsalucía, se va a enterar la gente.
(corregido)
Esta permanente elucubración, incluido el cuento de la judicialización de la politica, o el supuesto derecho de 547 partes de un Estado unitario a declararse independientes por su falta de encaje y por su subjetividad cultural nacional-parlante, es ya delirante. Como yo tenga que demostrar que la única nación histórica y culturalmente bestia y maravillosa es Andalucía, se va a enterar la gente.