[Conferencia en el acto de presentación del cartel de Semana Santa de Úbeda de 2017. Hospital de Santiago, Úbeda, 14 enero 2017
Alcaldesa de Úbeda, Presidente de la Unión de Cofradías, Hermano Mayor de la Cofradía de Jesús Nazareno, Arcipreste de la ciudad. Cofrades, amigos de la Semana Santa de Úbeda.
Doy las gracias a quienes habéis pensado en mí para intervenir en este acto. Es un honor. Y, además, es un compromiso que me ha obligado a pensar durante un tiempo qué es exactamente lo que yo puedo decir, lo que quiero decir, y en qué tono quiero decirlo. Yo no sabría cantar una saeta ni componer un soneto, no podría construir un discurso lírico, piadoso y enardecedor, ni querría coser ideas de acá y de allá para esconderme detrás de otros. Lo que yo puedo y quiero hacer en el tiempo que me habéis concedido es mirar el cartel, ponerme delante de él, y hacer un inventario de las cosas que veo en él y tras él. No sé si a esto podrá llamársele “Pregón”, pero es lo que me aconsejó mi buen amigo Gabriel, y lo que está a mi alcance.
Me tropecé hace algunos meses con una frase de Mallarmé de la que me he acordado al pensar en este acto: “El mundo existe para llegar a un libro”. Me permitiré la licencia de dar un pequeño giro a la frase y decir que el mundo que existe “para llegar a un cartel”. A este cartel. Si lo vemos así, de pronto el cartel que esta noche presentamos, se convierte en un punto de llegada, y en una ventana hacia adentro a la que podemos asomarnos con curiosidad, para ver el mundo que lo ha hecho posible. En su interior, entonces, ya no está sólo lo que se ve con los ojos: la Puerta de la Consolada, la iglesia de Santa María, unos penitentes morados en actitud de espera, no se sabe si antes o después de la procesión. En su interior hay una larga historia que nos pertenece y a la que pertenecemos. Vamos a mirar el cartel buscando esa historia y ese mundo.
Un pintor.
Lo primero que salta a la vista al mirar el cartel es la destreza de un pintor. El pintor se llama Francisco Galán, y él sabe cuántas horas de estudio y de trabajo hay detrás de la instantánea que nos ha presentado. Cuando el cartel esté expuesto en las calles de Úbeda y la gente pueda mirarlo de cerca, verá una esmeradísima precisión en los pliegues de las túnicas, en los bordados del Pendón, en la alcantarilla, en la irregularidad de las paredes gastadas por el tiempo, en los encajes, en la madera de la puerta, en las figuras ornamentales de piedra y en el color del aire. No imita a una fotografía, sino más bien al contrario: construye una escena real, nunca jamás acaecida, con pinceles y colores exactos. Francisco Galán no es de Úbeda, pero parece que lleva una eternidad ahí, enfrente de la Consolada, mirando sin perder detalle. A mí me asombra tanto talento. Es inevitable sentir admiración y decirlo: el esfuerzo, el trabajo y el talento nos permiten dar lo mejor que llevamos dentro, y este cuadro lo demuestra. Felicidades, Francisco Galán, porque has sabido mirar y has conseguido plasmar tu mirada con una destreza fuera de lo común.
[Por cierto: seguro que Francisco Galán no sabe que ha pintado a quien habría de presentar su cartel, igual que el presentador no sabía hasta hace un par de semanas que había sido pintado en el cartel. Porque, no me resisto a decirlo con orgullo, en los últimos 39 años he sido yo quien ha tenido el honor de llevar ese Pendón. Los treinta y tantos anteriores los llevó mi padre, Juan Pasquau, a quien Úbeda le sigue debiendo la quizás mejor manera de entender su Semana Santa]
Una ciudad.
Pero miremos más adentro, a través de la ventana abierta de este cartel. Veremos entonces a una ciudad que se organiza para mantener y renovar una tradición centenaria que lleva cosida en sus entrañas. Miren, por ejemplo, esas túnicas. Debajo de ellas hay, también, un mundo. Han estado guardadas en armarios todo el año con las tablas hilvanadas, han sido planchadas la víspera, y no es fácil saber cuánto tiempo llevan en la vida de una familia: quizás una de ellas perteneció al abuelo y ahora la viste el nieto. No es una prenda cualquiera, como las que compramos en las tiendas de ropa rápida: está envuelta en una familia, quizás anudada en una estirpe más o menos larga de cofrades y penitentes que se han ido dando unos a otros la devoción de un momento del año que tiene el sabor de lo auténtico, el sabor y el valor de lo que no puede reproducirse por expertos en un plató de televisión, la fuerza de lo que nos obliga irremediablemente a mirar atrás porque se trata de algo que sólo se entiende con la ayuda de recuerdos heredados. Eso es, para mí, una túnica: una tela hecha de recuerdos heredados, es decir, de esos recuerdos cuya longitud y hondura es mucho mayor que la vida de una persona y cuyo origen se pierde en la memoria porque atraviesa una cadena de generaciones. Estamos hablando de la tradición, perfectamente visible en los pliegues de las túnicas de esta pintura.
Las túnicas, el Pendón, la campanilla, las tulipas, el báculo, la trompeta, las imágenes, la arquitectura de la puerta. El cartel refleja a una ciudad que cuida algo que ha recibido. Refleja a centenares de personas que estos meses de invierno van a movilizarse para que en Semana Santa Úbeda no falte a su cita. Quiero imaginar cuánta energía es necesaria para este empeño. Cuántas reuniones de directivos, cuántos jóvenes ensayando con la trompeta o con el costal, cuántos detalles para preparar los pasos. No sólo cofrades: también concejales, policías, párrocos, músicos, sastres, costureras, floristerías, hosteleros, periodistas. Pero no siguen el guión marcado por una franquiciadora o una multinacional: el know how es autóctono, local, y resistente. Uno de los valores de la Semana Santa es una cierta impermeabilidad a lo coyuntural, a la moda pasajera, a la dictadura del marketing: las procesiones están volcadas hacia adentro, no quieren vender nada, sólo quieren seguir siendo ellas mismas y perseverar. “Lo que no es tradición es plagio”, escribió Eugenio d’Ors. No adviertan en esa frase un conservadurismo inmovilista: lo que significa es que para decir o hacer algo que merezca la pena, la primera obligación es ser fieles a lo recibido. Si con prisas queremos inventar, si sólo nos preocupa impactar, entonces apenas pasaremos del plagio. La novedad valiosa, la que no quiere ser mera espuma, es la que modestamente se incorpora a la montaña de lo heredado. La Semana Santa contiene un acervo de materiales nobles que no podemos sustituir por el plástico de la novedad estándar y uniforme ni por la espuma de la espectacularidad. Este es un buen momento para dar las gracias a todos los que dedicáis tiempo e ilusión a reactivar cada año la tradición de nuestra Semana Santa: qué bueno es que algo así movilice a una ciudad. Úbeda es mucho más que su mundo cofradiero, claro que sí. Pero el mundo cofradiero, que no quiere ni debe ni puede intentar apropiarse de Úbeda ni imponerle un canon, aporta a Úbeda algo impagable: una continua labor de limpieza de cauces para que sigan llegando desde muy lejos aguas antiguas.
Una cofradía.
El cartel nos muestra también una cofradía. Se trata de “Jesús Nazareno”, y en esto no me pidáis objetividad. Yo no puedo dejar de decir que “Jesús Nazareno” es, para mí, la máxima expresión de nuestra Semana Santa. No digo que lo sea, objetivamente: estoy refiriéndome a mi experiencia personal.
Mi vivencia de la Semana Santa tiene un centro de gravedad permanente que ya sabéis cuál es. Viernes Santo, 7 de la mañana, Plaza de Santa María. Aquellos Jueves Santo de la infancia de tres procesiones tenían el brillo de la víspera, que se hacía urgente cuando se encerraba la procesión de la Humildad y nosotros éramos los siguientes. Me parecía entonces que el universo entero quedaba en espera. Era nuestro turno. Las calles de Úbeda se preparaban para encauzar el río morado que iba a inundarlas unas horas después. Ahora esa espera se ha aderezado con otras dos magníficas procesiones que llenan la noche de silencio negro y de desgarros de trompeta, pero yo todavía recuerdo aquel vacío expectante e insomne que había entre la Humildad y Jesús Nazareno.
Alrededor de este centro gravitan otros muchos momentos imprescindibles. Dejadme que simplemente los enuncie, y cada uno los llenará de imágenes sin dificultad: Viernes Santo, San Millán, 7.15 de la tarde. Jueves Santo, Claro de Santa María, al inicio de una tarde litúrgica como pocas. Jueves Santo, muy de noche, en la calle Montiel, bajando. Viernes Santo, muy de noche, tambores sobrios, cansados e iluminados en el Paseo del Mercado. Miércoles Santo, hacia las 9.30 de la noche, calle Corredera, expectación. Jueves Santo por la mañana, esplendor verde. Viernes Santo, pasado el mediodía, Trinidad, todo está consumado. Jueves Santo al atardecer, los romanos que cortejan a un Ecce Homo humillado. Martes Santo por la noche, en cualquier calle secundaria, una estación de Via Crucis. Podríamos seguir enumerando momentos, pero permitidme que diga que para mí están todos sustentados en la madrugada del Viernes Santo, a esa hora difícil, en ese momento morado y antiquísimo que tantas veces se ha glosado en el que una música calla a la gente pero no a los pájaros, Úbeda asombra ante ella misma, hablan los muertos con la melodía del Miserere, y Jesús Nazareno parece inaugurar “la hora de la verdad”, una vez que acaba de ser condenado a muerte, acarreando siglos y subiendo aguas de pozos profundos. Es lo más parecido que conozco a una cita de los vivos con los muertos, y sé que me basta con decirlo, porque me estáis entendiendo.
Una cruz.
Un pintor, una ciudad, una tradición, una cofradía antigua. Ya es mucho lo que enseña este cartel, y ya me va quedando poco tiempo. Pero nuestra mirada no se conforma con eso, porque quiere también ver y encontrar un sentido. El sentido de las cosas no siempre se nos muestra con evidencia, es decir, a primera vista. Encontrar el sentido de las cosas requiere por lo general una actitud, una mirada más larga, y algo de paciencia. Está ahí, pero hay que buscarlo. Así ocurre en este cartel, en el que su autor nos propone un motivo que podría pasar desapercibido para las miradas más apresuradas. Si nos fijamos bien hay algo que se enseña y se oculta al mismo tiempo en este cartel. Se enseña, porque está ahí y ocupa gran parte de la imagen; se oculta, porque es translúcido, de manera que no interfiere en la visión de los demás elementos. Me estoy refiriendo a la cruz, que es el elemento que da un sentido dramático a todo esto.
¿Qué significa esa cruz?
Hoy la cruz, por fortuna, no es más un símbolo, un distintivo que identifica una religión, igual que una media luna o una estrella de David. Pero si miramos con faros de largo alcance, comprendemos que la cruz es un instrumento de tortura y ejecución, algo así como un garrote vil, una guillotina o una horca. La cruz nos indica que en el cartel hay un condenado a muerte. Sí, ahí, arriba a la izquierda. Jesús Nazareno, profeta para unos, Mesías para otros, blasfemo y profanador para las autoridades religiosas de su tiempo. Detengámonos en esto, porque es lo que explica que la Semana Santa sea una fiesta paradójica, primaveral y amarga, cargada de dramatismo.
Frente a él, está su madre, que sufre al ver que van a matar a su hijo. Es probable que María estuviera tentada de decirle a su hijo que “no se significase”, como suelen decir las madres, conscientes de que rebelarse trae consecuencias. Jesús pudo haber seguido su consejo, y es muy probable que si se hubiese quedado en Galilea, en Tiberíades, en Cafarnaún, hubiese muerto de viejo. Pero él no quiso quedarse a medias. Él tenía el propósito de liberar a Dios de una religión agotada y desvirtuada en sus ropajes litúrgicos, en las minuciosas condiciones para ser puros, y en sus estructuras de poder, y eso lo situó en el punto de mira.
Los tres evangelios sinópticos presentan la vida de Jesús como un viaje con un destino claro: Jerusalén. Pero Jesús no apuntó a Jerusalén para tomar el poder, ni para negociar con él, ni para intentar reformarlo, sino para estrellarse contra él para romperlo. Lo hizo en las fechas de la Pascua, cuando multitudes de peregrinos se agolpaban en la ciudad. Y lo hizo montado en un burro, aclamado por sus discípulos, como una especie de “entrada antitriunfal” en la que se parodiaba irónicamente al Prefecto romano, que por esas fechas entraba en la ciudad montado en su poderoso caballo.
Así que “se significó”. Se enfrentó, llegó hasta el final. Denunció el secuestro de Dios por las autoridades religiosas y la corte de escribas y funcionarios del Templo que suponían una pesada carga para la gente mediante los diezmos y las primicias. Se dejó lavar los pies por manos impuras para demostrar que a Dios le sobraba el cerco de pureza con el que lo habían aislado, y que quería salir en busca de pecadores, gentiles y gente sencilla. Vaticinó la destrucción del Templo, irrumpió en él y, en el gesto más provocativo de su vida, en presencia de la policía del Templo, lo llamó "cueva de bandidos". No se trataba de depurar una religión, sino de romperla para hacerla universal: un Dios para la humanidad entera.
Jesús de Nazareth fue compasivo con los débiles y radical con los fuertes. Fue comprensivo con gentiles y pecadores, pero implacable con los hipócritas, con los que tenían a Dios como rehén para su propio provecho. Esto lo convirtió en reo de muerte: lo mataron porque había que acabar con un profeta que era peligroso porque tenía razón. Si Jesús hubiese sido un iluminado, o un predicador extravagante, habría bastado con un arresto, un escarmiento o con unas monedas para comprarlo. El poder sabe cuándo tiene que defenderse con medidas extremas. Sabe distinguir las amenazas, y Jesús de Nazareth era la gran amenaza. Por eso lo condenaron a la muerte más cruel, la que propiciaba el máximo sufrimiento: la crucifixión.
Sin salirnos de la más estricta ortodoxia, podemos entender que su muerte fue la Pascua hacia una nueva Alianza, es decir, una nueva manera de concebir a Dios y de relacionarnos con él. El cristianismo, que es la resurrección histórica de Jesús, atestigua que consiguió su propósito. Y eso es lo que celebramos en Semana Santa. No rememoramos a un héroe nacional ni a un militar victorioso, sino que hacemos apología de un condenado a muerte.
Pero hacer apología de Jesús de Nazareth no es sólo un gesto piadoso: es también ponerse de su parte. Es decir, ponerse de parte los últimos y de los penúltimos, de los que no cuentan, de los que molestan porque no sabemos dónde colocarlos en nuestro espacio de confort. Supone estar vigilantes para que lo religioso no degenere en una ideología tranquilizadora y autocomplaciente. Supone un giro importante: nuestra vida no puede ir orientada principalmente a trepar ni puede seguir la lógica de conseguir poder sobre los otros, sino la lógica inversa de la compasión. Debe pararse a socorrer al que ha quedado herido en la cuneta, aunque esto nos haya perder oportunidades de llegar los primeros a no se sabe dónde. El cristianismo es mucho más que un culto religioso o una esencia que haya que proteger en frascos blindados: es, desde su origen, un discurso fuerte que compromete, es una procesión a fondo perdido, un viaje hacia los que están a punto de perder la esperanza. “Dejad que los últimos se acerquen a mí”. “Yo te bendigo, Padre, porque no has revelado estas cosas a los sabios y entendidos, sino a los pobres y sencillos”. Más claro no puede estar en los evangelios. Eso es palabra de Dios, y a esa causa nos adherimos cada vez que hacemos la señal de la cruz o veneramos a un crucificado.
A Jesús el nazareno lo mató el poder, porque sus razones rompían en mil pedazos el chiringuito de espejos que ya apenas reflejaban a un Dios perdido en leyes y preceptos ininteligibles, del que algunos sacaban partido. Pero Jesús se murió advirtiendo que la cruz y el sepulcro no iban a derrotarlo. Sus amigos y sus discípulos se lo tomaron en serio, y dos mil años después seguimos diciéndonos que aquello mereció la pena, y que las suyas son palabras de vida eterna. Todo esto, amigos, merece una Semana Santa dedicada a la contemplación de este misterio. Nuestras cofradías, nuestras procesiones, nuestras imágenes, son nuestra memoria de aquella primera Semana Santa. Gracias a la Agrupación de Cofradías por su compromiso de fidelidad, del que nos beneficiamos tantos. Y gracias a este cartel, que sabe enseñarnos tantas cosas envueltas en el sentido profundo de aquel nazareno condenado a muerte en la cruz, que luego fue símbolo de victoria sobre el poder de la muerte.
Miguel Pasquau Liaño
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