[Artículo publicado en la revista CTXT el 09/03/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
(La utilización ventajista de la propuesta del Rey)
Forma parte de la naturaleza de las cosas que los partidos procuren construir apariencias que les permitan mantener un relato interesado de la realidad, y que los ciudadanos nos empeñemos en pinchar sus globos y organizar el aire a nuestra manera, al margen de consignas y estrategias de desinformación masiva. Qué alegría que medios como éste se presten a albergar las opiniones de quienes no escribimos por encargo.
Se diría que el PSOE está consiguiendo consolidar la opinión de que a diferencia de Rajoy, que declinó por pereza o por cobardía la invitación del Rey para evitar el desgaste de una investidura fallida, ellos al menos “lo han intentado” con valentía, en un gesto de lealtad con el monarca y con la democracia, y que sólo la intransigencia de Podemos ha bloqueado la situación y ha permitido que Rajoy siga instalado en La Moncloa. Una lectura atenta de los hechos conduce, por el contrario, a la conclusión contraria, que me atrevo a pronunciar pese a saber que pueden lloverme críticas: creo que Mariano Rajoy ha sido más leal al monarca que Pedro Sánchez. ¿Por qué? Porque Rajoy sabía que no tenía posibilidad alguna de ser investido y no nos hizo perder el tiempo, mientras que Pedro Sánchez podía conseguir la investidura pero, lejos de intentarlo en serio, aprovechó la designación real para fines distintos al cometido que se le encargó (ser investido).
De alguna manera, pues, Pedro Sánchez malversó la posición institucional que le confió el Rey, por cuanto se esmeró en movimientos que aseguraban sin margen de incertidumbre su fracaso en la investidura, con la intención de obtener otro tipo de ventajas. Es excesivo calificar esta conducta como “corrupción institucional” (como dijo Rajoy entre abucheos), pero, sin llegar tan lejos, sí puede hablarse de fraude.
¿Qué beneficios diferentes de la investidura persiguió Sánchez sobre la plataforma de la designación real? Intentaré argumentar que procuró, en primer lugar, desactivar fórmulas de gobierno que la opinión pública consideraba posibles pero que no le interesaban o no le permitieron; que, en segundo lugar, pretendió ganar una posición de ventaja para el escenario de una gran coalición con el Partido Popular, querida por mucha gente pero a la que no podía llegarse de cualquier manera ni por la vía recta, sino sólo a través de sinuosidades engañosas; y que, en tercer lugar, preventivamente, persiguió amarrar un relato o explicación que minimizase costes electorales para el caso de que tuvieran que repetirse elecciones generales por su incapacidad de habilitar uno de los dos gobiernos posibles (a izquierda o a derecha, con Podemos o con el PP). Los tres son objetivos en sí mismos legítimos, lo digo con convicción, pero ni creo que fueran las razones por las que el Rey lo designó candidato a la investidura, ni se corresponden con las explicaciones que se dieron con gran aparato mediático.
Cuando Sánchez recibió el encargo del Rey, o quizás antes, el equipo dirigente del PSOE tomó la decisión de buscar el apoyo de una fuerza que sumaba 40 diputados por la derecha pero restaban 94 por la izquierda y la periferia (Podemos, confluencias y nacionalistas, declaradamente incompatibles con Ciudadanos para un proyecto de gobierno). El “saldo neto” de esa unión fue, pues, la resta de 54 apoyos (la diferencia entre los votos negativos que se provocaban y los positivos que se aseguraban). La unión con Ciudadanos era, pues, paradójicamente, una “garantía” de no poder formar gobierno. Como no creo que fuese un cálculo equivocado o un planteamiento ilusorio, deduzco que la intención era deliberadamente ajena al sentido del artículo 99 de la Constitución.
Puede ser interesante, para valorar esa decisión, preguntarnos qué habría pasado si Sánchez pide la investidura desde la modestísima base de sus 90 diputados, a diestra y siniestra pero sin el blindaje de un maridaje con Ciudadanos. Probablemente entonces no habría sumado los 40 de Ciudadanos, que habría votado “no” o se habría abstenido en función de si Podemos apoyaba o no. Con seguridad el PP habría votado en contra. La pregunta es qué habrían hecho Podemos, IU, Compromís y los nacionalistas. Imagino que Podemos, tal y como anunció, habría ofrecido su apoyo pero exigiendo a cambio entrar en el Gobierno, esgrimiendo su reiterativo argumento de que el PSOE no es de fiar porque su discurso como aspirante al poder se parece poco a su praxis una vez conseguido el poder. Lo cierto es que en ese contexto, el “no” de Podemos, sí habría tenido algún coste inmediato para la formación morada, porque no podría contar con el confortable y comprensible argumento de que es imposible compartir un proyecto de Gobierno con Ciudadanos y con Podemos al mismo tiempo, y porque el argumento del “mal menor” tendría más fuerza entre los votantes de Podemos: dejemos gobernar a Sánchez e intentemos desde la oposición pactar determinadas leyes a las que no pueda negarse. Habría, pues, alguna posibilidad de conseguir la investidura, aunque desde luego no fuera segura. Pero tras la escenificación del pacto con Ciudadanos y la presentación de los términos del acuerdo, no quedó margen ni siquiera para la incertidumbre: los 90+40 aseguraban el rechazo de todos los demás. En definitiva, se utilizó deliberadamente una sesión de investidura para algo distinto de lo que le es propio: formar un Gobierno.
¿Cuál es, entonces, la razón de ese blindado y exagerado pacto con una fuerza política “cómoda” pero que hacía inviable la investidura? Y ¿por qué se empeña ahora el PSOE en el sainete de negarse a acudir a una mesa de negociación si no van ambos de la mano?
Es demasiado obvio, pero hay que insistir en ello si se quiere trabajar con realidades y no con apariencias: Ciudadanos es el escudo que le permite al PSOE pedir “insistentemente” el apoyo a Podemos, con la “tranquilidad” de que le será negado. Si ya le resultaba difícil a Podemos buscar la media de programas con un Partido Socialista al que denuesta (creo que de forma simplista) como estructura anquilosada de poder político con connivencias con el poder económico, mucho más rotunda habría de ser su oposición si el apoyo ha de darlo a un programa que busca la media por el otro lado (el centro derecha).
Pero, expulsado Podemos del tablero de juego, ¿cuáles son las siguientes jugadas? ¿Le basta al PSOE con lo hecho para conseguir réditos electorales y arriesgarse a unas nuevas elecciones? Yo creo que no. El riesgo sería extremo, tanto para el PSOE como para Ciudadanos, porque en los momentos electorales una confluencia programática y un compromiso de mutuo apoyo entre dos fuerzas contiguas que no se articule como coalición electoral (con el bonus de la Ley d’Hont) más bien restaría, dado que los votantes de C’s que ansíen un gobierno con el PP no lo votarían como muleta del PSOE, del mismo modo que un porcentaje no insignificante de votantes del ala izquierda del PSOE podría verse abocado como mínimo a la abstención.
Por eso estoy seguro de que el acuerdo de no-investidura con Ciudadanos es el germen de un movimiento inminente que, salpicado con la escenografía de un nuevo desencuentro con Podemos, consistirá en facilitar la hipótesis de la formación de Gobierno con el Partido Popular, asumida por las bases de los tres partidos, pero desde una posición más ventajosa que la que tenía antes de la designación real. En dicho escenario, obsérvese bien, Ciudadanos sería, más que una bisagra, un componente ornamental pero imprescindible: un gobierno entre PP y PSOE a secas y sin Rivera sería inimaginable, porque se percibiría como un canto de cisne terminal del bipartidismo. Con Ciudadanos dentro, se puede presentar como una operación de Estado en la que podrían reconocerse una mayoría enorme de españoles, representada por 253 diputados, con mayoría suficiente como para acometer reformas institucionales sin apenas modificar el rumbo de una política económica en la que tan fácilmente podrían entenderse Sevilla, Garicano y Guindos, con la complacencia y favor de Bruselas, y con fuerza suficiente para imponer una concepción uninacional de España, en un momento de serias amenazas independentistas. El pacto con Ciudadanos, pues, cumple también la función de hacerse perdonar por llegar a un acuerdo con el PP.
Pero el problema para esa fórmula se llama Rajoy, porque aunque ciertas dosis de incoherencia son permitidas en política (“rebus sic stantibus”), esas tragaderas tienen sus límites, y yo estoy convencido de que Sánchez en ningún caso aceptaría a Rajoy como presidente (único puesto asumible por Rajoy en ese hipotético gobierno a tres). Es posible, pues, que el próximo paso esté orientado a conseguir una condición para la gran coalición, imprescindible para el PSOE pero complicada para el Partido Popular: la renuncia de Mariano Rajoy.
Quizás hayamos dado demasiado rápidamente por sentado que el Partido Popular esté interesado en ese gobierno de gran coalición. Es posible que tenga sus resistencias a aceptar las cesiones que tal fórmula le exigiría, a modo de trofeo que exhibirían PSOE y Ciudadanos: desde luego, como mínimo, la cabeza de Rajoy, pero también alguna de las “contrarreformas” previstas en el acuerdo entre PSOE y C's. Cabe, por ello, la posibilidad de que el segundo objetivo de la operación “Ciudadanos” sea ejercer presión sobre el Partido Popular.
Me pregunto si, en las altas esferas, no hay un solo proyecto de “gran coalición”, sino dos, y distintos, aunque llamados a entenderse. Uno de esos proyectos, que expuse en un artículo anterior y que todavía no puede descartarse, partiría de un acuerdo de antemano entre las tres fuerzas políticas que aún estaría esperando el momento de manifestarse, y cuyos pasos habrían sido un programa entre C’s y PSOE supervisado “off the record” por el PP, y la propuesta por el propio Mariano Rajoy de un candidato distinto del que aún no hemos tenido noticia (para ser eficaz habría de guardarse en secreto hasta el momento oportuno). El otro proyecto habría podido fraguarse a espaldas o sin la previa connivencia del PP (quizás sí de alguno de sus políticos influyentes que estuviese trabajando entre bambalinas), más bien en ámbitos estrechamente relacionados con quienes idearon la consolidación nacional de Ciudadanos, con PRISA, con algún otro medio de comunicación (distintos de ABC y La Razón) y con la parte más liberal del PSOE, entre ellos, declaradamente, Felipe González. Es decir, en ámbitos ajenos al PP, pero mucho más proclives a conseguir un sí resignado del PP que la abstención de un Podemos con capacidad de veto, sobre todo si el tándem Rivera/Sánchez acude a las negociaciones con la fuerza que dan 130 escaños frente a 123. Esta segunda gran coalición habría hecho, hasta el momento, muy bien los deberes: Podemos quedaría, al menos de momento, neutralizado y ensimismado en sus entonces irrelevantes 69 escaños, y toda la presión se dirigiría al Partido Popular, enfrentado a la tesitura de provocar unas elecciones que podrían no serle proclives, por cuanto los votantes de su frontera con Ciudadanos podrían acabar comprendiendo que Rivera no ha excluido al PP y se ha vendido al PSOE, sino que sólo excluyó a Rajoy.
La operación no carecería de riesgos, porque, de lograrse la gran coalición, entregaría toda la oposición a Podemos, pero dos o tres años de legislatura con reformas presentables en lo institucional, con el apoyo de Bruselas y el favor de los mercados, y con una constante retroalimentación con motivo de los retos soberanistas, podrían desactivar o radicalizar a Podemos (una cosa y otra son lo mismo).
Podría ser, en efecto, que lo que se estuviera intentando fuese la misma gran coalición que propone el Partido Popular, pero preparada por sus partenaires en condiciones diferentes a las que habría preferido el partido más votado.
Esta es mi opinión, que someto gustoso al escrutinio de los acontecimientos que están por llegar.
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