En teoría, todo normal: los jugadores se baten en el campo de fútbol o en la pista de tenis, y al espectáculo deportivo se añade el atractivo del juego. Como en el hipódromo, la belleza de la competición se acompaña con la emoción de la apuesta.
Y, claro, alguien tiene que organizarlo. Y no siempre va a ser una institución pública, como en la Lotería, porque el Estado está para otras cosas. Venga, a la libre iniciativa. ¿Por qué no van a ganar una comisión los organizadores, que emplean medios y personal para que usted lo pase bien mientrs ve el partido con su boleto de apuestas en la mano?
El problema surge cuando la apuesta toma el centro del escenario, aunque nadie la vea. Empieza a ser mucho dinero, tanto dinero que sobra para dedicar una parte a interferir en el juego por el sencillo procedimiento de ofrecer a un deportista más premio por dejarse perder, o por hacer un penalti absurdo en el último minuto, o por fallarlo, que el premio (económico o deportivo) que se logra con la victoria o con el gol. Entonces ya sí, todo se pervierte. Entonces las decisiones se toman fuera de la cancha o del estadio, y el deporte se convierte no ya en un negocio, sino en un teatro. El Reglamento es perfecto, pero está ciego frente al impacto de esas influencias invisibles, que pueden más que la destreza, el azar o las líneas de demarcación del terreno de juego en las que melancólica o exageradamente se empeñan el linier o el ojo de halcón. Se llega, así, a algo cuyo nombre no es exagerado: corrupción. El dinero corrompe al deporte. Los apostadores intentan, y parece que consiguen, decidir victorias y derrotas. Trucan el juego de azar, y pudren la competición deportiva. El deporte queda al servicio de la apuesta. Y entonces pasan estas cosas:
http://www.deportes.elpais.com/deportes/2016/01/18/actualidad/1453102076_626101.html
Es una metáfora de otro inmenso sistema de apuestas que truca la realidad. También hay casinos financieros que toman decisiones que los reglamentos de la vida (entre los que se incluyen leyes, constituciones, derechos y tribunales) no saben regular, porque escapan a su campo de visión. Cuando una (super) estructura financiera tiene un volumen desproporcionado, los "apostadores" generan unas reglas de juego paralelas en las que se ventilan intereses tan poderosos que tarde o temprano acaban trucando la realidad de las transacciones y contratos ordinarios propios de la economía real, y que interfiere silenciosa pero eficazmente en la política. Es una estructura que no se hace ostensible, porque se despliega en ámbitos privados de imposible acceso sin el derecho de admisión que otorga el disponer del dinero para las grandes apuestas que allí se cruzan. Todo es aparentemente normal: unos trabajan, otros invierten; unos producen, otros comercializan; unos regulan, otros cumplen; unos compiten, otros controlan. Pero están los apostadores, que mueven capitales siguiendo lógicas que nada tienen que ver con la lógica del valor o la destreza en el terreno real, porque con el premio del dinero, aliado feroz de la codicia, convierten leyes y mercados en el teatrillo de otro mercado salvaje que sabe desplegarse entre bambalinas.
Podemos seguir con la ficción de que todo es normal, que cada cual juega sus bazas y que del inmenso juego que es la vida y la economía resultará el bien común, el crecimiento y el progreso. Podemos, incluso, apostar unos eurillos en una inversión, en un producto financiero, y a veces ganaremos. Podemos seguir creyendo que las bolsas y los mercados financieros ubican el capital allí donde es más eficiente, y por tanto más útil, y que se somete a las reglas de interés público que surgen de las democracias. Pero los apostadores no están interesados en la limpieza del deporte, sino en el premio de la apuesta, que renta un interés privado muy superior al que se obtendría produciendo utilidad. Tienen medios, que nosotros les damos con nuestras apuestas, para estudiar el punto débil, para saber quién va a ganar, y finalmente para conseguir que gane aquél por quien se ha apostado, Y mientras nosotros los espectadores discutimos, con ojos de halcón, si la bola ha tocado o no la línea, ellos están decidiendo si en la próxima va a haber doble falta o fallo en el resto de revés.
¿Prohibimos las apuestas? No sea usted tan fundamentalista, eso ya lo intentó Franco, que no nos dejaba jugar al póquer. ¿Las regulamos? Da igual, El dinero sabe crear otras reglas. El poder de los mercados de apuestas financieras sólo podrá neutralizarse si se destruye a sí mismo. Es la única esperanza.
solo disiento en la última frase. mal vamos si tenemos que esperar a que se autoextermine.
opino que hay alguna esperanza derivada de la educación. si los ciudadanos van asimilando conceptos matemáticos sencillos y acaban siendo consecuentes, muchos de estos engaños tendrían poco negocio porque perderían uno de sus pilares: la ignorancia.
es sorprendente que un paciente viva angustiado si le dicen que tiene una probabilidad de 1/100 de enfermar y al salir por la puerta del hospital compre un boleto con una probabilidad 99.9999999 /100 de estar tirando el dinero.
Jaja, así es, Eduardo.