¿Quién, en estos días, no se ha visto atrapado en una discusión sobre los límites de la solidaridad? Vemos imágenes, leemos noticias sobre la crisis migratoria del sureste europeo, y es fácil que cualquier comentario desencadene una conversación que, por lo general, desemboca en un difícil problema moral y político que ya no sabemos si es cuantitativo (¿de cuánta solidaridad es capaz un país?) o cualitativo (¿está sentada esa solidaridad sobre bases sólidas?). En la conversación, es habitual que uno hable de principios y prioridades, y otro de posibilidades reales. Naturalmente, no es que uno tenga más principios que otro: pero es, desde luego, una obligación moral, ordenar ese debate y no resignarse a la impotencia y la desazón.
Es fácil, sí, dar lecciones morales cuando se tienen noticias de una crisis humanitaria. Es fácil situarse en el lado de quienes reclaman ayuda y generosidad, y hacerlo incluso por escrito, como estoy tentado a hacer yo mismo en esta reflexión. Pero, es verdad, la crisis humanitaria de los refugiados, y en general la de la inmigración, no se puede resolver con fáciles invocaciones a una solidaridad sin límites o a un desmantelamiento inmediato de fronteras. No sirve de nada un discurso de la solidaridad que no tenga en cuenta el reverso de sus costes: la solidaridad "duele", y hay que saberlo. Si esto no se tiene en cuenta, estamos sin más en el terreno de la retórica, un "metal que resuena o unos platillos que aturden" (San Pablo a los Corintios).
La alternativa a esa ingenuidad retórica no puede ser, sin embargo, la negación del problema o su elusión con razones técnicas que sólo pretenden ahuyentar el "peligroso arrebato moral" que inevitablemente surge cada vez que se tienen noticias de la continua tragedia. Por eso es tan importante situar bien el terreno en el que puedan confrontarse política y moralmente planteamientos tan posibles como distintos. Porque entre la reducción del problema a la calificación de las personas como "legales o ilegales" y el "ancha es Castilla" de protestar por la política de fronteras, hay una gama de formas y grados de solidaridad mucho más amplia de la que nos presentan como posible. Esto es lo importante, creo yo.
Las fronteras son el resultado de arreglos imperfectos de una humanidad que está lejos del concepto de ciudadanía universal. Sería mejor que no existieran, pero bueno es reconocer que ni mucho menos lo mejor es siempre inmediatamente posible. Lo cierto es que las crisis humanitarias nos recuerdan que las fronteras no sólo defienden, sino que también oprimen y blindan desigualdades y privilegios, y me parece saludable que cada naufragio de un refugiado o de una familia que busca huir de la pobreza extrema se considere como un fracaso definitivo de la humanidad entera. Tenga o no solución puntual o coyuntural, es un fracaso, y bueno es sufrirlo así. No todos tenemos que ser ministros del interior o del exterior cuando hablamos de inmigración: también podemos ser ciudadanos que presionemos hacia una mayor solidaridad, sin que nos reprochen inmediatamente que no hayamos acogido en nuestra casa a los inmigrantes, y sin que nos esgriman el argumento de que "fronteras tiene que haber", como si esa evidencia fuese tranquilizadora frente al drama, porque no cupiese más opción que la de lamentar el sufrimiento de los demás desde nuestra barrera.
Este es, creo yo, el ámbito de lo posible. No situemos el debate coyuntural en el planteamiento general sobre las fronteras, porque entonces no avanzamos ni un milímetro. A situaciones de especial urgencia, tenemos derecho a proponer un "derroche de solidaridad" pagado con impuestos, una decidida disposición para ser "más incomodados" por una inmigración aunque sea en parte disfuncional, y aunque finalmente no conduzca a la Arcadia de un mundo sin fronteras. La decisión, por tanto, no es de Montoro. No es un problema del ministerio de Hacienda, como parece sugerir el ministro de Exteriores en una declaración reciente. La "tasa" o cuota de solidaridad no es ilimitada, pero sí es variable, porque se trata de una cuestión de prioridades. Lo mismo que ha habido recortes para enjugar el déficit bancario, se pueden dedicar más recursos o menos recursos a costa de otras políticas, según opciones que no son estrictamente técnicas. Es una decisión del Gobierno entero, y por tanto de su presidente.
Las actitudes de buen samaritano (aquel que pasó a la historia por no pasar de largo ante el publicano que encontró malherido al borde de la cuneta) son más complicadas cuando nuestro tiempo o nuestro patrimonio no nos permiten atender con la lógica de la caridad individual la situación masiva de necesidad. Por eso es necesaria una profesionalización de la solidaridad, mediante organizaciones de carácter benéfico y mediante estructuras políticas que reflejen el sentir de los ciudadanos, que mayoritariamente no quieren vivir insensibles a la miseria o sufrimiento que no pueden solucionar con su sola buena voluntad. Es el paso desde la compasión a la justicia. Y la justicia necesita una mediación política, con sus costes correspondientes: más gasto en acogida, una sociedad menos "confortable", más expuesta a la complejidad, etc.
Justicia, no sólo compasión. Pero no hay justicia sin compasión. Por eso, mientras en Europa tasan la solidaridad con un regateo de cuotas que parecen inapropiadas a la dimensión de la catástrofe, es imprescindible hacer visible el drama. Es importante "abrir los ojos", saber cómo se llamaba el niño cuyo cuerpo en la orilla del mar fue fotografiado, adentrarnos en cómo se sienten y qué les pasa a "ellos", a los que llamamos sin más refugiados o inmigrantes y les ponemos un número para cuantificar la amenaza.
Los ciudadanos tenemos derecho a querer, sin ingenuidades ni simplificaciones morales, es decir, con plena conciencia de los costes, que nuestras instituciones pisen el acelerador de la ayuda humanitaria. La decisión es política, y sus consecuencias son de extrema gravedad. Es indiscutible que si los gobernantes partieran de la premisa de que las políticas de más y más solidaridad, y un poco más todavía, son de verdad apreciadas, aplaudidas y premiadas por la mayoría de la población, estarían más dispuestos a asumir esos costes.
Pero no es seguro que nuestras sociedades estén priorizando la solidaridad. Por eso, sin incurrir en retórica, hay que seguir fortaleciendo inteligente y democráticamente el discurso de la solidaridad. Ojalá nuestros gobernantes, un día, pugnen por el liderazgo en la ayuda humanitaria.
Buena entrada contra el miedo y la huida de la desgracia ajena, si caer en arrebatos de ingenuidad.
Me ha gustado mucho el subrayado de la necesaria profesionalización de la solidaridad.
Me ha gustado la idea de que "las fronteras son el resultado de arreglos imperfectos de una humanidad que está lejos del concepto de ciudadanía universal"
Pepa