Que te sepas el final, porque lo recuerdes, no le resta un ápice de emoción a la documentadísima crónica novelada de Roberto Saviano sobre el terrorismo mafioso siciliano en los años 80 y principio de los 90.
Digo terrorismo, sí, porque la finalidad de las órdenes asesinas de los numerosos capos con capacidad para dictar sentencias de muerte no era otra que, primero, disuadir a los investigadores (jueces, fiscales, policías) que se acercaban al conocimiento de las estructuras internas y los procedimientos del salvajismo económico mafioso; y, segundo, una vez que fallaban o no les servían los cómplices de la política y de la misma judicatura, retar al Estado para no perder prestigio ante su clientela. Una gran corporación multinacional de intereses, como era cada una de las que conformaban el enjambre competitivo de las mafias, con tantísimos empleados a su cargo, ha de poder mirar de tú a tú al Estado, y donde no llega el soborno alcanzan los disparos, o doscientos kilogramos de trilita.
Uno a uno de los que formaban aquel equipo anti-mafia de Palermo van cayendo al son de un tic-tac con el que todos convivían, sin saber en qué tic o en qué tac les tocaría a ellos.. ¿Quién puede dejar de correr hacia adelante en el campo de minas en el que van cayendo los más íntimos compañeros? Esa era la carrera de Giovanni Falcone, a quien en esta historia le toca el papel de protagonista.
Falcone ni siquiera murió con la épica de los héroes. Su instrucción en el “Maxiproceso” en el que por primera vez se describieron cabalmente la anatomía y la fisiología de la mafia, concluyendo de manera por fin esperanzadora con un centenar de condenas a largas de penas de prisión, le otorgó un protagonismo que levantó temor en los asustadizos banqueros y suspicacias entre los mediocres. La mezquindad circundante, disputas ideológicas demasiado parecidas a las de Nuestra Cosa judicial, y acaso algunas complicidades mafiosas dentro del Consiglio Nationale della Magistratura, pusieron a prueba su determinación y resistencia personal, pero no detuvieron su carrera en el campo de minas. Su clarividente empeño en unificar institucional y funcionalmente la lucha anti-mafia para que no se perdiera en los agujeros de una estructura judicial de luces de corto alcance y no preparada para el crimen sistemático, se topó con inercias, con suspicacias y con la connivencia cómplice de quienes jugaban al empate con la mafia. Relegado a funciones para las que su experiencia apenas servía, optó por intentarlo desde la política, en el Ministerio de Justicia, lo que no fue entendido ni siquiera por su compañero y amigo del alma, Paolo Borsellino, quien lo percibió como una deserción. Quizás este fuera uno de los episodios más amargos de los últimos años de Falcone.
El aluvión de información que te da esta novela es impresionante. Lo hace, además, de manera que no tengas que preocuparte por retener datos. La manera de escribir de Saviano es eficaz, y el ritmo narrativo se acompasa, a mí me parece que prodigiosamente, al ritmo de lo narrado. La crónica histórica corre paralela a una introspección con momentos de alta literatura. Quien quiera sufrir la soledad íntima de Falcone, la impotencia de tanta derrota a medias, el miedo de los valientes, y el valor de sentirse el relevo en una azarosa cadena de asesinados, debe leer esta obra antes de que, como así será sin duda, se lleve a la televisión.
En una cosa sí se equivocó Falcone. Tras su divorcio fue reticente a casarse con Francesca. A algún amigo le dijo que no quería casarse con una futura viuda, igual que dijo que no quería engendrar huérfanos. Finalmente lo hizo, pero él no podía evitar mirarla como se mira a las viudas. Y se equivocó. Francesca no enviudó. Francesa no recibió la noticia del asesinato de su marido, porque ella ella murió el mismo día y por la misma causa, dos meses antes que el amigo Paolo Borsellino.
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