Hay una mezcla en nuestras Semanas Santas que me gusta. No me refiero a la mezcla de estilos (sevillano-castellano; manifestación-procesión; liturgia-fiesta; devoción-consumo), sino a la mezcla de gentes. Es un fenómeno popular que desborda cualquier intento de control. Las diócesis contemplan las procesiones como algo en lo que colaboran (con más o menos entusiasmo), más que como algo que organizan. Los dirigentes de las cofradías se saben al servicio de algo que tiene vida propia, y que se nutre mucho más de la tradición que de Juntas de cofrades. Los ayuntamientos regulan tráfico y seguridad, presiden y dejan hacer. Y los ciudadanos hacen lo que quieren: unos se van de viaje; otros miran la procesión cuando pasa por sus ventanas o balcones; otros se lanzan a la calle con sus expectativas a cuestas: en familia cuando hay niños, en pandilla cuando se llega a la adolescencia, con las manos atrás y buscando perspectivas propias cuando se pasa de los cincuenta; otros encuentran momentos y ocasiones para preguntarse "dónde están" con relación a ese crucificado que tantas cosas (tan distintas) ha ido significando en sus vidas. Unos vibran con los tambores y las trompetas, otros se acuerdan de sus muertos. Pasa la procesión.
Me gusta mirar a la gente en Semana Santa. Forasteros, extranjeros, gente de los barrios que acude con fidelidad a una cita segura, chicas arregladas con dudoso gusto de primavera exagerada, viejos que miran de reojo -como yéndose-, hombres de traje azul marino oscuro, una pareja que se está enamorando, fotógrafos de cualquier reflejo dorado que parece la repetición eterna de un momento casi olvidado de la infancia, intelectuales, el perfume de alta cosmética de una mujer rotunda y el olor a alcohol sudado de un hombre perdido, matrimonios indisolublemente unidos en el paseo, señoras todavía de luto. Una pequeña trama ciudadana a través de la que pasa un Cristo o una Virgen exponiéndose a una mirada tan dispersa y tan diversa. Una pequeña unanimidad en la diversidad.
Hay otra mezcla todavía más prodigiosa. Es una mezcla "vertical". Hay un tramo fundamental de la vivencia de la Semana Santa que va de la mano de los padres. Y los padres, al dar la mano al hijo, sienten su otra mano cogida de la del abuelo o la abuela. Cada uno sabe bien qué momentos, qué situaciones son los que se comparten "de arriba abajo", entre generaciones. Por eso los días de Semana Santa son porosos al tiempo. La linealidad del transcurrir de los días y las horas queda continuamente quebrada con agujeros hondos en los que se están dando incesantemente la mano los hijos con los padres, con los abuelos, con los bisabuelos.
Benditas procesiones que juntan y mezclan lo que el resto del año se empeñan en separar el dinero, la forma de pensar, la clase social, la fe, la edad, e incluso la muerte.
Es curioso y maravilloso. La Semana Santa, en cada ciudad, es siempre la misma como rito y estructura : pasos, imágenes conocidas y repetidas, salidas del templo, itinerarios, nazarenos, costaleros, incienso..Pero tú no eres el mismo cada año y tu emoción es reiterada pero distinta. El paso del crucificado, andando por esa calle estrecha que tú sabes, te ha tocado el pecho cuando eras soltero, casado, padre y luego abuelo. Un hombre diferente, una emoción nueva y diferente y el mismo y potente Cristo y la misma calle. Por eso pervivirá la Semana Santa.
Va un cateto por Sevilla y le dise a uno de los romanos armaos que van con la Macarena : cusha, no es por ná, pero el Roma va perdiendo 3 a 0, por dios el romano cansaíto por poco se lo come.