Murmurar, maldecir.

Una de las cruzadas más lúcidas del Papa Francisco I va dirigida contra la murmuración. La de los cobardes que no se atreven a decir cara a cara lo que piensan, y esperan a que el otro no esté para "asesinar a sangre fría" su prestigio o su imagen, aprovechando alevosamente la indefensión de quien no puede contestar, matizar o explicar. Se lo ha reprochado a su Curia, por supuesto cara a cara.
 
Hablar mal de quien no está es un vicio extendido. Sirve para pasar el rato y para colocarse en el lado bueno. Donde hay dos o tres reunidos, es fácil encontrar el defecto de algún ausente que fortalezca los lazos de virtud entre los presentes. Es confortable y apenas tiene riesgos. Nuestras vidas no son ejemplares, pero siempre podremos ponernos a salvo de lo que otros hacen peor tirando alguna piedrecita. Se empieza con comedimiento, como no queriendo decirlo, pero inmediatamente, apenas se intuye la complicidad en los destinatarios, se acaba en la exageración. Se pasa el rato con una conversación aparentemente interesante, incluso plagada de valores morales, de reafirmación de principios, de buenas intenciones. Somos más amigos porque compartimos el desprecio a ese que no está. El precio, sin embargo, se acaba pagando: apenas tú tengas que irte, ya sabes que los demás subirán un grado más de amistad y complicidad rajando de ti. Y así se prolonga sin cesar la fabulosa comedia de falsas luces y sombras, de dimes y diretes que pedalea en el aire sin avanzar un palmo y convierte la vida en un pasatiempos, en una verdad hecha de pequeñas calumnias cobardes y escondidas.
 
Hablar a la cara es más exigente, porque te expones a una respuesta. O a un espejo que retrate tu inconsistencia. No valen simplificaciones ni atajos. Tienes que asumir las consecuencias y estar más seguro de lo que dices, porque tus palabras no van a quedarse en la sombra de la cháchara barata, sino que quedarán dichas y grabadas en el registro del otro, quizás para siempre. Al menos, servirán para disipar malentendidos, y quién sabe si para provocar una reflexión en el otro, porque generalmente nuestro ego está inflado de complacencias que crecen desmesuradamente porque nadie nos quiere lo suficiente como para señalarnos nuestras carencias o pinchar nuestros globos. Somos un poco mezquinos, proclives a la comprensión (o incluso a la adulación) con quien tenemos enfrente, y a la fácil maledicencia con el que no está. Nos divierte el chisme y queremos ganar en altura calzando unos cuantos centímetros de murmuración.
 
Una de las mejores escenas de "La gran belleza" es esa conversación en un ático de Roma en el que Estefanía, una actriz orgullosa de su biografía intensa y virtuosa, comprometida y honesta, pide a Jep Gambardella que le diga de una vez qué ve de malo en ella, y él se decide a hacerlo. Son dos minutos inolvidables en los que, cara a cara, sin estridencias,  él le dice a ella toda la falsedad, ligereza, postura e hipocresía que aprecia en ella. Lo hace con un tono que claramente denota que él no quiere salvarse al acusarla de tantos delitos, porque son delitos compartidos: "Estamos todos al borde del precipicio y nuestro único remedio es tenernos compañía y reírnos un poco de nosotros mismos", le dice. Cara a cara. Si hubiese esperado para decirlo a que Estefanía saliera a retocarse en el servicio, la escena sería vulgar, nadie la recordaríamos, y el brillante alegato de Jep quedaría reducido a chismorreo.
 

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