Lo retorcido de las primarias en el Partido Popular ha sido que los militantes votaron el mismo día la primera y la segunda vuelta. Votaron al candidato a presidir el PP, y votaron a los compromisarios que debían elegir al presidente. Cierto que la primera votación tuvo una utilidad, que consistía en seleccionar a dos contrincantes. Cierto también que al existir más de dos candidatos, la regla del "más votado" puede no representar bien la voluntad mayoritaria del partido, porque una cosa son los votos (en eso ganó Soraya) y otra son los vetos (en esto, finalmente, perdió Soraya): la más querida y la más temida, por lo que se ve. Pero lo extraño es el cambio del "cuerpo electoral". ¿Cuál habría sido el resultado si se hubiera celebrado una verdadera segunda vuelta, es decir, una segunda votación entre los militantes? ¿Cuál habría sido el resultado si los militantes únicamente hubiesen votado a los compromisarios? La regla de votación casi nunca es inocua.
A saber qué ha pasado. Cuando la elección es directa, da igual lo que haya pasado, porque la democracia no entiende de "motivos", sino sólo de números y mayorías. Pero una vez que se determinó el corte, una vez que los votos dijeron lo que tenían que decir sin dar explicaciones, llega el momento de los vetos. Y a Santamaría la han vetado más que a Casado. A Casado lo querían menos, pero lo aceptaron más.
Casado, un tipo de partido, nutrido en más de una década de vida genovesa, presidente en su día de Nuevas Generaciones, y con curriculum de Alta Cosmética, se ha convertido en uno de los actores principales de la política en España. Está por ver cuánto dura (Núñez Feijóo calienta en la banda) y qué huella va a dejar. Lo que promete es poco alentador: un enroque. El Partido Popular estaba con las fichas dispersas, librando batallas heterogéneas, y las piezas de Ciudadanos y de Vox encontraban vías de avance oportunistas y fáciles. Parece que Casado pretende reagruparse en una esquina del tablero, la que considera natural, y desde ahí resistir para luego organizar algún ataque. Lo que queda de su primer discurso como investido es un viva el rey, banderas y balcones, aborto y eutanasia, supresión de lo que llama figuras tributarias de "doble imposición" (se refiere, claro está, a patrimonio y sucesiones), una vaga vindicación de "la familia", y un "bonus" de diputados a la lista más votada ("bonus" del que no podrá beneficiarse retroactivamente Soraya). Es decir, nación, monarquía, represión penal de prácticas consideradas inmorales por una parte de la sociedad, rebajas fiscales para la acumulación o transmisión de fortunas, y autoridad (mayorías absolutas con un "bonus" ortopédico). Un enroque para cerrar agujeros por el lado de Vox y de Ciudadanos. Sin duda, el centro del tablero, de momento, lo deja libre para un avance de filas del PSOE, que no tiene que cubrir esos flancos (Vox no es rival y Ciudadanos ya le restó lo que tenía que restarle).
Y Aznar. Es imposible no ver que quien ha perdido este Congreso ha sido quien fue capaz de marginar al aznarismo dentro del PP: el segundo Rajoy, el que nació cuando se hizo fuerte frente a las presiones para echarlo en 2008. Lo que para mí ha sido la principal contribución de Rajoy a la política española (¡qué satisfacción, cada vez que Aznar se lamentaba de la deriva del "centro derecha"!), se ha disuelto. Casado (y Esperanza Aguirre, y Zoido, y Soria, y Catalá) no es Aznar, pero lo es mucho más que Sáenz de Santamaría, Alonso, Báñez, Pastor o De la Serna. Y esto no es intrascendente. Salvo para los gregarios, no da igual una derecha que otra, como no da igual una izquierda que otra. Por lo pronto, esa invocación a defender unas ideas "sin complejos", ya expresa una estrategia que recuerda al cuatrienio horribilis de 2000 a 2004: hacerse roca sin escrúpulos, cerrar el puño, apretar los dientes, despreciar lo que pueda servir de puente, alimentar la lógica belicosa, porque de la mezcla no sale nada bueno. Mal augurio en un momento en el que en la sociedad española está surgiendo (eso quiero creer) un cada vez más amplio deseo de rehacer un pacto constitucional en el que los españoles volvamos a mezclarnos en busca de una resultante aceptable (¡sin gran entusiasmo!) por grandes mayorías.
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