Por azar, o para ser más exactos, por un azaroso consejo recibido en las redes sociales que agradezco, tuve noticia de esta pieza literaria de apenas setenta páginas. Encontré la magnífica edición de RBA y lo leí en una tarde y media. Dieciocho cartas (las primeras más extensas, las últimas con breves mensajes sin contexto), un cablegrama y un reporte del servicio postal es todo su contenido. Pero es difícil contar de manera más precisa y sugerente lo que tantas veces y desde tantas perspectivas ha intentado explicarse: ese proceso de apasionamiento nacional, colectivo pero también individual, en la Alemania de los 30, hacia un líder y hacia un movimiento que desencadenaron una de las más grandes rupturas con la racionalidad precisamente en uno de los países que más la habían cultivado.
Hitler y el nacionalsocialismo del III Reich no fueron sólo un bigote gritando arengas enloquecidas ante multitudes con el brazo en alto. Fue también un proceso que se fue infiltrando dañinamente en las calles, en los comercios, en las oficinas, en las familias, en la amistad y en la correspondencia, que cabalgó sobre una crisis y un abatimiento nacional para restituir un orgullo identitario y una falsa esperanza de regeneración de lo que se consideraba podrido y decadente. No sólo fueron los campos de concentración, los hornos crematorios y la ocupación militar de media Europa, sino una alteración de las conciencias de más de la mitad de una sociedad y una nación que llegó a pensar que los excesos que se apuntaban desde el comienzo podían tener sentido como condición necesaria para un nuevo renacimiento que restañara todas las heridas y construyese un hombre nuevo asistido de los atributos del poder y de la virtud. Ese proceso personal y colectivo tiene, creo yo, tanto interés como la guerra y el holocausto, que sólo son su consecuencia.
Hitler y el nacionalsocialismo aparecen también en la correspondencia entre dos amigos, Max y Martin, dos socios de una galería de cuadros en Estados Unidos, adinerados y bien establecidos, que empiezan a escribirse cartas amables y planas, algo rutinarias, desde que Martin se vuelve con su familia a Alemania. De repente, en una de esas cartas, Martin menciona a Hitler: "Y de verdad te digo, Max, que en muchos sentidos Hitler puede ser muy conveniente para Alemania. Pero no estoy seguro". Muy poco después ya sí está seguro, y Martin rompe de manera brusca el cordón cultural que hasta ese momento le unía a su amigo. No me resisto a transcribir ese párrafo:
"¿De modo que yo soy un americano liberal? ¡No! Soy un patriota alemán. Liberal es el hombre que no cree en la necesidad de hacer nada. Tiene mucha labia para hablar de derechos humanos, pero eso es todo. Le gusta hacer alharaca sobre la libertad de expresión, y ¿qué es la libertad de expresión? Es sólo la oportunidad para cruzarse de brazos en la retaguardia y decir que está mal todo cuanto hacen los hombres de acción ¿Qué puede haber más fútil que un liberal? Los conozco bien porque he sido uno de ellos. El liberal condena a los gobiernos pasivos porque no cambian nada. Pero basta que surja un hombre poderoso, basta que un hombre de acción empiece a cambiar las cosas ¿y dónde está tu liberal? En contra. Para el liberal cualquier cambio es equivocado. Dice tener 'amplitud de miras' y sólo está muerto de miedo ante el peligro de tener que hacer algo. le gustan las palabras y los preceptos altisonantes, pero el liberal no le sirve de nada a los hombres que han hecho del mundo lo que es. Ésos son los únicos hombres que cuentan, los emprendedores. Y aquí, en Alemania, ha surgido un emprendedor".
Aquí, en este párrafo, está el primer gran giro de la novela. Hay otro giro, tremendo, que da lugar a un cablegrama a partir del cual se precipita el singular desenlace que, sin duda, convierte este cruce de correspondencia en una novela.
La recomiendo.
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