Creo que no estoy solo en mis sensaciones. Creo que lo que me está pasando le ocurre a otros muchos. Quiero intentar describirlo.
Naufrago con esta guerra en Ucrania sobre las arenas movedizas y envolventes de la falta esencial de información, y por tanto de criterio. No sólo porque manipulen, no sólo porque filtren, también porque no da el día para buscar columnas o estudios sobre lo más importante: ¿qué quiere conseguir Rusia, y qué quiere evitar Occidente? ¿Qué está realmente en juego? ¿Qué es eso tan importante que está matando a tanta gente y amenazando con una desestabilización descomunal? Y ¿qué es lo menos malo que puede pasar a partir de ahora?
Lo demás (cuántos muertos, qué efectivos militares, qué extensión de la caravana de los carros blindados que se dirigen a Kiev, etc.) tiene su importancia, pero sirve sólo para saber que hay guerra y para tener cosas concretas de las que hablar. Barajamos, a veces confundiéndolos, los diferentes niveles: el local, el regional, el geoestratégico. Leemos algo por aquí y algo por allá, intentamos comprender, conscientes de que siempre las cosas son más complejas de lo que parece, pero no acabamos de encontrar elementos para tener un criterio claro. O peor aún: nos peleamos aquí por lo que pensamos sobre la pelea de allí. Esa una típica tendencia propia de la impotencia: no sé qué está pasando, pero que sepas que tú eres tonto. Me aburren quienes todo lo llevan a lo facilito y doméstico, cuando estamos sumidos en una crisis tan descomunal.
Desde ese naufragio informativo y desde esta confusión personal, en algún momento del día uno se queda a solas y se pregunta qué teme, qué cree que puede pasar, en qué relato instalarse. No es fácil, reconozcámoslo. No estamos preparados para asumir este tipo de asuntos que nos desbordan. Y como es insoportable no saber qué pensar, me elevo entonces a los principios para encontrar un asidero. Y encuentro una primera evidencia: de ninguna manera voy a justificar algo tan objetivamente intolerable como que una potencia bombardee y ocupe un país ajeno. No se puede dar la espalda a esa evidencia. Pienso en los cientos de miles de refugiados, o imagino a quienes ahora están vivos pero van a morir esta noche, mañana o la semana que viene, o pienso en las graves consecuencias para mis hijos de la ruptura de los delicados equilibrios en que se basa todo lo que ahora nos hace de suelo, y eso me da una certidumbre: hay que rechazar con contundencia la agresión militar rusa. Podremos discutir sobre cómo Occidente utiliza Ucrania para defender sus intereses, cómo desatendió peticiones razonables de Gorbachov primero y de Putin después para asegurar una franja neutral, pero tengo claro que no es lo mismo conseguir posiciones con dinero, con diplomacia, con cinismo si se quiere, que hacerlo con fuego bombardeando ciudades. Malditos sean quienes decidieron empezar esta agresión, después de calcular riesgos y ventajas en sus despachos. Maldito el poder que provoca tanto daño. Malditos quienes miran las armas que tienen para ver a qué pueden aspirar. Ojalá algún día fueran juzgados y ellos mismos se condenen.
Pero esta certidumbre, tan compartida, no me lleva demasiado lejos. Sigo sin saber qué desear como mal menor de entre los que percibimos como posibles. Rusia es más fuerte que Ucrania y, salvo guerra mundial, es decir, salvo implicación directa de la OTAN, si quiere puede ocuparla. A mayor resistencia, tendrá que utilizar más fuerza, pero le sobra. No es fácil saber si podría hacerlo con intervenciones “quirúrgicas” (bombardeos selectivos, infraestructuras, etc.), pero si estas no son suficientes por una primera resistencia de Ucrania, es bastante probable que Rusia eleve el grado de agresión, porque cuesta imaginar que si no lo consigue con los primeros ataques se retire pidiendo excusas. Quien ha hecho ya tanto daño no va a querer hacerlo en vano, y redoblará daños hasta intentar justificarlos con el logro de sus objetivos.
La pulsión primaria suele ser belicista: si tú das, recibes. Todos la tenemos en algún reducto de nuestro hipotálamo, también yo. Esa pulsión primaria, suele rodearse de una justificación “inteligente” y civilizada: hacer frente a una agresión es una cuestión de dignidad y una obligación, porque de lo contrario nada va a disuadir a quien tiene armas de utilizarlas para conseguir sus objetivos. Es decir, contestar con contundencia bélica a una agresión sería la manera de prevenir futuras agresiones armadas. Los apresurados concluyen sin demasiados problemas que la OTAN debe ir con todo a “defender Ucrania”. Lo contrario, piensan, es una invitación a futuro para que el fuerte haga lo que quiera. Y nos acordamos de Hitler.
No me siento acompañado por quienes piensan así en este momento. Yo me siento apresado en un laberinto emocional y argumentativo y me cuesta salir de él: apoyar, incluso con armas, a un pueblo que quiere defenderse de su agresor, suena bien; lo contrario es abandonarlos a su suerte. Simpatizamos con el arrojo de Zalensky y con los jóvenes que deciden incorporarse a la lucha por la defensa de su país, y nos gustaría que pudiesen ganar. Desearíamos que Ucrania resistiese. Pero, ¿qué se va conseguir con esto? ¿No es probable que simplemente suponga que Rusia tenga que apretar más para conseguir sus objetivos, y que por tanto los muertos no se contarán por decenas de miles, sino por centenares de miles? ¿Merece la pena? ¿Es que queremos llegar al nivel en el que a Rusia sólo puede parársele con una guerra global? ¿Queremos, estamos dispuestos a llegar a eso? ¿Vamos a multiplicar el daño por una cuestión de "dignidad"? ¿Nos interesa a quienes coincidimos tomando café, tomando el autobús o esperando la primavera para hacer excursiones?
No estoy sin embargo dando mi opinión sobre si España debe suministrar a Ucrania “material militar ofensivo”. De verdad, no me siento en condiciones de proclamar opiniones. Estoy poniendo por escrito mis dudas, mi zozobra, mi perplejidad. Sólo me gustaría sentirme acompañado en esa zozobra.
La lógica belicista lleva la carga del diablo, y así se ha demostrado históricamente: a cambio de no dejar indemne al agresor, a fuerza de no tolerar su abuso de fuerza, todos nos hacemos polvo. Condenar y expresar asco por la decisión rusa de invadir Ucrania no es incompatible con clamar porque la guerra no se cronifique ni se expanda. Sí, yo quiero que esto se acabe pronto. No es por pusilanimidad. Me gustaría un acuerdo en las conversaciones que se mantienen en Bielorrusia. Ojalá la comunidad internacional no sólo dé la espalda, sino que haga frente a quienes han traspasado la más gruesa línea roja que podemos trazar. Ojalá un cordón sanitario contra el abuso de las armas. Ojala eficaces sanciones (solo) políticas y económicas contra las armas rusas. Detesto a quienes vayan a ganar dinero o poder sobre las tumbas de los soldados y los civiles que van a morir mañana.
La guerra no es una noticia. Es un desastre del que la humanidad no sabe protegerse.
No estás solo, Miguel. Comparto tu congoja y tus tribulaciones, que expones con la claridad y humanidad que te caracterizan. Gracias por ayudarnos a entender nuestras contradicciones y nuestros miedos. Un abrazo.
Creo que la guerra iniciada por Rusia, la invasión iniciada por Rusia tal vez haya roto los esquemas e algunas gentes “progres”.