Martín Godoy, “un andaluz de estirpe campesina y anarquista y formación en un colegio popular de los jesuitas” (como se dice en la contraportada) llega a París en los años 70. A lo largo de unas seiscientas páginas vamos siguiendo todo lo que le ocurre a este personaje, empezando por lo que lo ha llevado a París para continuar con su decisivo encuentro con Gabrielle Lenoir y toda una serie de acontecimientos que atraviesan y determinan su vida y su final.
Me gusta el equilibrio que a mi juicio se logra entre la trayectoria más personal de Martín (sus orígenes, su relación con Gabrielle, sus amigos, etc.) y la situación política y social de la España de esos años 70. Todo está perfectamente engarzado. Cada uno de los personajes secundarios de París, de Úbeda o de Madrid nos enseñan mucho de cómo éramos entonces, como si fuera un mosaico donde cada pieza juega su papel para ofrecer, de un solo golpe de vista, el paisaje de lo que estaba surgiendo, cayendo o transformándose en esos años decisivos.
Vamos descubriendo poco a poco al protagonista siguiendo la mirada de los que lo conocieron en las distintas etapas de su vida. Vamos rodeándolo, girando alrededor de Martín de la mano amistosa o malintencionada de una serie de secundarios esenciales (José Esponera, Claire Trépat, Alfonso Caldentey…) y por supuesto de Gabrielle Lenoir que yo no calificaría de secundaria. Curiosamente él es el único que no cuenta su historia aunque lo oigamos en los diálogos. El acierto de esta forma de presentar a Martín es que los lectores vamos recomponiendo al personaje, añadiendo matices, colocando piezas, a buen ritmo, activos y atentos sin que esta sea una tarea fatigosa o en un simple alarde de técnica narrativa; vamos, que no acabamos mareados. En este sentido me parece especialmente interesante la mirada de Alfonso Caldentey, por presentar una opción vital tan contraria pero no carente de aspectos atractivos como el canto que hace a la belleza y al verdadero artista que, según él, es el único capaz de percibirla y apreciarla…
Son muchos los temas que aparecen bien en los diálogos bien en las distintas formas de vivir o de afrontar las cosas que les van ocurriendo a cada uno de los personajes. Más de una página daría para debates o tertulias sobre aspectos que, a poco que estemos abiertos a la realidad, nos ponen a pensar.
Y sobre todo, para mí esta es una historia de amor, no al estilo de muchas historias más bien simplonas en las que todo ocurre con un chasquido, y ya está. No, aquí vamos siguiendo un proceso que tiene un largo recorrido en el tiempo, que tiene luces y sombras, que se va fraguando delante del lector. Una historia que va haciéndose más profunda, más real, a pesar de las peripecias extravagantes que les ocurren a ambos. Una relación que no deja indiferente, que nos va impregnando y que deja un rastro de verdad y de luz.
Por último quiero referirme al título. Desde el principio me llamó la atención, porque ese “aunque” adversativo ya te está proyectando hacia un “merece la pena”, o dicho con las palabras con las que Gabrielle habla de Martín: “No se conformaba nunca, parecía diseñado para mirar más allá del mapa posible. Sobre todo, no le importaba perder, si la batalla es bonita”. O “Lo suyo no era optimismo, sino una extraña convicción de que las buenas ideas llevan consigo una brújula que permite encontrar caminos transitables”. Martín necesitaba “estrellarse contra otros muros”. Ahora que lo pienso, qué bien elegida está la profesión del protagonista: maestro. Por lo de estrellarse digo... y a pesar de todo…que también es una locución conjuntiva. Pues eso, aunque todo se acabe, o precisamente por eso. O mejor: por si el acabar fuera esencialmente una forma de comienzo. Siempre.
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