No sé que esperaba Miguel de mí que hiciera cuando me pidió participar en la presentación de su última novela en Sevilla. Lo cierto es que, por decirlo con el clásico, en mi vida me he visto en tal aprieto y estoy un poco desconcertado sobre lo que debo hacer. Así que empezaré, como me temo que hacen muchos presentadores, por lo más fácil: hablar de mí mismo.
Conozco a Miguel Pasquau desde hace unos veinte años, a partir de nuestro encuentro casual en algún curso de formación de jueces y magistrados. Desde un primer momento advertimos entre nosotros una coincidencia de afinidades, intereses y orientaciones culturales, profesionales y políticas; y desde entonces fuimos forjando una amistad, primero a distancia y ahora presencial, puesto que hace un par de años compartimos destino, en lo profesional, se entiende.
Sin embargo, pese a esa ya larga relación, he tardado mucho en conocer la literatura de Miguel. Sabía de sus facetas de jurista, tanto académico como práctico, y de comunicador, en su blog Es peligroso asomarse y en sus artículos, sobre todo en medios digitales, pero nunca me había atrevido con sus novelas, y uso el verbo de forma consciente. Siempre he desconfiado de los escritores aficionados, entendiendo por tales los que tienen una actividad principal distinta de la literatura y en algún momento deciden escribir un libro de ficción. Hoy no hay político, periodista, presentador de televisión o celebridad de cualquier orden que no se considere digno o digna de dar a la imprenta una novela, que, por lo general, oscilan entre lo deleznable y lo prescindible; y temía, lo digo con franqueza, que el de Miguel fuera un caso más de ese género, de modo que prefería evitarme una decepción. Ya imaginaba que estaría por encima de la media de esas novelas de aficionado, porque conocía su buen manejo de la palabra escrita, la extraordinaria claridad expositiva de sus sentencias y la fina inteligencia de sus análisis, que, incluso si no los compartes, te obligan a reflexionar. Pero claro está que con esas cualidades no basta para escribir una obra de ficción: hace falta imaginación argumental, estructura narrativa, construcción de personajes, oído para los diálogos, y muchas otras cosas que hacer buenas sentencias, textos jurídicos y artículos de opinión no garantizan e, incluso, pueden dificultar.
El caso es que Miguel, de forma sutil –regalándome un ejemplar-, me convenció para que leyera su novela anterior a la que ahora nos ha reunido, la titulada Casa Luna. Mi sorpresa fue mayúscula: una novela española reciente de un autor no profesional de la literatura que no era un thriller más o menos gore –como esas del ahora desvelado trío de guionistas que se hacían pasar por una mujer, con falsa biografía y todo-, que no era autoficción, ni novela histórica, ni contenía un juicio sumario a la Transición; una novela que no solo partía de un originalísimo argumento metaliterario, sino que tenía una escritura excelente en su descripción del paisaje andaluz y de la relación amorosa entre los personajes e, incluso, algún pasaje humorístico sobre el mundo editorial tan divertido como cítrico. ¡Vaya, esto era otra cosa que lo que yo habría esperado! Una novela, no para ser publicada por una pequeña editorial de provincias, sino digna de figurar en algún sello de calidad de uno de los dos grupos mastodónticos que dominan el mercado, avalada por algún premio de prestigio, aunque no, desde luego, por ese del millón de euros, que sirve para promocionar cosas muy distintas.
El primer contacto había sido más que positivo, pero el temor resurgió cuando Miguel, por lo general en una breve parada en la bodeguita de Nico tras una mañana de trabajo, empezó a comentarme aspectos de la novela que ya tenía escrita y cuya salida se iba retrasando por culpa de la pandemia y otras contingencias. ¡Ay madre! Una novela de gran tonelaje, cuya trama abarca casi cuatro décadas y se desarrolla en tres países y dos continentes, con una nutrida presencia de personajes reales y un fondo de acontecimientos históricos, que, para colmo, incluyen la agonía del franquismo y la Transición, lo que le había exigido un trabajo de documentación propio de una publicación académica. La receta perfecta para estrellarse con lo que yo llamo “una gran novela fallida”, cuya ambición supera las capacidades del autor.
Para más inri, como Miguel sabía y algún asistente a este acto –si no se ha rajado al final- ha sufrido, yo, como lector, soy extremista en mis juicios, con tendencia a lo hipercrítico: los libros que me gustan me parecen punto menos que obras maestras y con los que no, no tengo piedad, no encuentro por dónde cogerlos; además, no estoy dotado para la diplomacia. ¡Qué compromiso! ¿Cómo disimular con unas generalidades benevolentes si la novela me parecía un truño, que era lo que me temía?
Bueno, pues no hizo falta disimular: Aunque todo se acabe supera holgadamente el exigente desafío que a sí mismo se planteó su autor. Pese a su extensión, la novela se lee sin esfuerzo; el ritmo narrativo, con pasajes casi trepidantes de sucesos y remansos de reflexión o discusión dialogada, hábilmente distribuidos, no decae en ningún momento –bueno, para ser del todo sinceros, sí, a mi juicio, en un breve capítulo epistolar, pero ya sé que ni Miguel ni Eva, su editora, comparten esta opinión lega-; los acontecimientos históricos, por lo general más aludidos que desarrollados, se imbrican a la perfección en la peripecia vital de los personajes; el trabajo de documentación no lastra la novela ni se hace notar y la escritura es tan clara y precisa como en el autor es habitual, sin que se note tampoco el esfuerzo, que ha debido ser más que notable, en su elaboración.
Ahora bien: no nos engañemos, Aunque todo se acabe no es tampoco una novela fácil; no es en absoluto eso que en el mercado editorial se llama, creo, un page turner –bueno, en algunos capítulos, sí-, y mucho menos un best seller para leer en un aeropuerto o en viajes en metro (esto último ya lo dificultaría el tamaño y peso del volumen). A la novela se le podría aplicar el conocido lema de La Codorniz: “la revista más audaz para el lector más inteligente”. Del lector exige inteligencia y atención. Ya desde la misma extensión (600 páginas casi justas, y ello después de una enérgica poda, que a mi juicio se llevó por delante algún pasaje hacia el final que habría sido más beneficioso haber mantenido), pero sobre todo por su estructura, que se articula a partir de nada menos que cuatro narradores principales y cuatro secundarios, cada uno con su propia perspectiva y sus propios intereses, y una metanarradora que recopila los testimonios de todos ellos. La trama argumental, además, es no poco compleja, por su extensión temporal y geográfica, que comienza en la Úbeda de 1967 y acaba en 1981, tras pasar por el París de la estela de mayo del 68 y del exilio antifranquista, por el Madrid del proceso 1001 contra Comisiones Obreras y el final biológico del franquismo y por la ciudad argentina de Bahía Blanca –cuya existencia confieso que desconocía hasta que leí la novela- en plena dictadura militar, con numerosos saltos de un escenario a otro. Además, esa anécdota argumental se combina, como ya he dicho, con pasajes de reflexión o, sobre todo, de discusión de los personajes, en los que se plantean cuestiones éticas, políticas y hasta religiosas de gran calado, que interpelan al lector.
No querría que lo que acabo de decir les asustara a ustedes como posibles lectores, a los que no es retórico en este caso llamar “mis semejantes, mis hermanos”. Insisto: pese a su extensión y complejidad y a los temas que aborda, Aunque todo se acabe se lee bien, aunque no, claro, de un tirón. Eso es quizá uno de los mayores méritos de la novela. La pluralidad de narradores no enturbia la claridad, porque la personalidad de cada uno de ellos está sólidamente construida, de modo que en todo momento se sabe quién está hablando y por qué cuenta las cosas de una determinada manera; la articulación entre hechos ficticios e históricos está plenamente conseguida y los pasajes de más fuste, por así decir, filosófico no son en exceso pesantes, son fáciles de entender –la capacidad de Miguel para exponer con sencillez los asuntos más complejos, que brilla en sus sentencias- y, sobre todo, se explican perfectamente en función de la trama argumental.
Hay algunos rasgos en la novela que me han llamado en especial la atención, y que me gustaría no pasar por alto, a riesgo de caer en el ditirambo.
En primer lugar, sin destripar nada, debo reconocer que la anécdota argumental que sustenta la narración es de una acusada inverosimilitud, pero, sin embargo, el autor consigue del lector, al menos de este que les habla, eso tan imprescindible que se llama la suspensión de la incredulidad. Creo que ello es debido a que, aunque desde el principio sabemos que algo muy raro hay en la biografía de Martín Godoy, los acontecimientos más inverosímiles se van graduando hasta culminar hacia el final de la novela, cuando el lector ya está, por así decir, entregado a la peripecia; también, y sobre todo, porque la decisión de no contar con un narrador omnisciente, sino con una pluralidad de narradores que relatan acontecimientos vividos por ellos gana la confianza del lector.
En segundo lugar, la imbricación de de hechos reales con otros puramente ficticios está tan lograda que a veces llega a hacer dudar de cuáles son unos y cuáles son otros, si no se tiene un conocimiento histórico o una trayectoria biográfica que despeje la duda. Por ejemplo, en el primer capítulo de la parte sexta se narran dos atentados, uno ficticio y otro real. El segundo se relata con una precisión de detalles tal que solo se explica porque se ha tenido acceso a documentos del proceso; pero como esos detalles son a cuál más inverosímil y casi esperpénticos (hospitales de sangre improvisados por la organización, o ataques a la policía con simples armas blancas o barras de hierro), el que parece ficticio es el real, y viceversa. Algo similar ocurre con la parte que se desarrolla en Bahía Blanca, que me obligó a comprobar en la socorrida Wikipedia que el siniestro rector Remus Tetu, que hasta su nombre parece de mala novela de terror, era un personaje, por desgracia, bien real.
Hablando de personajes reales, me sorprende hasta la estupefacción el desparpajo con el que Miguel hace intervenir en la novela a personajes reales; intervenir, digo, no simplemente ser mencionados como parte del paisaje humano. No se trata de que en algún momento alguien se refiera al ministro de Gobernación Tomás Garicano Goñi, es que es el propio Garicano el que tiene un papel en la trama y habla en primera persona, al igual que la duquesa de Medina Sidonia, el cura Paco García Salve del proceso 1001, el padre Llanos o María Rosa de Madariaga. ¡Hasta George Harrison protagoniza una de las escenas clave de la novela! En otros casos, quizá por prudencia o por discreción, el personaje real aparece con nombre ficticio, como el comisario Perales, nombre tras el que no es posible resistirse a adivinar el del comisario Conesa, de infausto recuerdo. El colmo llega cuando se le otorga un papel, fuera de escena, pero de no poca importancia, a un alto cargo del franquismo, poco conocido, pero mano derecha de Carrero Blanco y aun de Franco, al que solo se le cambia mínimamente el segundo apellido y se le dota de un hijo, este de ficción, que, para que no falte nada, se llama Isidro, que es el segundo nombre de pila de ese personaje real. Confiemos en que los descendientes del general así aludido no lean la novela
Termino: Aunque todo se acabe es una señora novela en la que se mezclan a la perfección tres planos de desarrollo: el ético-religioso (con diálogos que emulan al Camus de La peste o a las controversias entre Settembrini y Naphta en La montaña mágica), el histórico-político (desde el proceso de Burgos hasta el proceso 1001) y el biográfico-amoroso (un amor casi fou de la pareja protagonista, pero al que se añade un triángulo frustrado y otro platónico) que integra la peripecia argumental. Debo recomendarles vehementemente que la lean, y no solo porque para eso haya venido, sino porque creo que la disfrutarán. Muchas gracias.
by Ernesto L. Mena
by Agustín Ruiz Robledo
by Maria Ppilar Larraona