[Artículo publicado en la revista CTXT el 25/11/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
Intentaba escribir un comentario sobre la muerte de la política Rita Barberá, con la autoexigencia de no referirme ni al minuto de silencio, ni a las declaraciones de Rafael Hernando. Me esforzaba en describir la doble muerte de las dos Ritas: había muerto una mujer (y por tanto una hija, una amiga, una prima, una compañera de partido), y había muerto un personaje convertido mediáticamente en un exagerado icono de la corrupción.
Lo de “exagerado” no lo decía para defenderla, sino para insistir en una idea que me obsesiona: el bajo nivel de nuestro discurso político, que se embravece ante casos simples de corrupción, que inquiere y persigue presas, como el toro que en mis pesadillas no puede dejar de embestirme si, por azar, ha fijado su mirada en mí. Intentaba reflexionar sobre la simplificación del debate político convertido en un pesaje de la corrupción con una balanza tuerta: la del partidismo. Explicaba que Rita Barberá no era ni mucho menos el único ejemplo de acoso mediático, y que en este país de debates distorsionados por las ondas parecemos necesitar a algunos políticos como una suerte de vertederos donde arrojamos todo aquello de lo que querríamos desprendernos: la basura moral. Porque mientras haya Ritas, todo es más fácil: cualquiera puede creer que está diciendo algo sensato, si añade su piedra a la lapidación pública. Es un recurso cómodo que favorece la pereza intelectual.
Me esforzaba, sí, en buscar deliberadamente un punto de equidistancia en el que se pudiera formular con entereza una crítica política a prácticas corrientes de corrupción y financiación de partidos políticos, y al mismo tiempo desdramatizar una imputación judicial, incluso una condena por delito de blanqueo de capitales, de prevaricación o de malversación, sin más intención que propugnar una conversación pública que no quedase para siempre anegada en el fango de la corrupción. Los delitos tienen sus penas, los errores políticos tienen sus responsabilidades (disciplinarias de partido, o electorales), pero ya va siendo hora de ocuparnos de otras cosas de la política más complejas, más difíciles, más interesantes e importantes. Y me estaba dando cuenta de que el artículo no me convencía, probablemente porque el personaje, Rita Barberá, no me interesaba en absoluto. Eso era, quizás, lo que estaba queriendo decir: que Rita Barberá no tenía méritos para tanto odio, ni para tanta chanza, ni para tanta defensa post mortem.
Y en esto me entero de que Marcos Ana ha decidido morirse.
Mi reacción ha sido inmediata. He pulsado en la pestaña de “nuevo documento”, y he empezado otro artículo. Porque Marcos Ana tiene más méritos no para lamentar su muerte, sino para mirar lo que fue su vida. Pero no confundamos, por favor, los méritos con las virtudes. Yo no quisiera comparar virtudes, sino enfatizar el mérito de una vida.
Confieso que hasta hace un año y medio yo no había oído hablar de Marcos Ana. Me interesaba documentarme sobre la vida de la oposición franquista en París en los años 70 para una novela a la que dedico veranos y ratos libres desde hace tres años, y decidí, en junio del verano pasado, entrevistar con grabadora a Paco Ramírez, un antiguo socialista que vivió aquel París, testigo de tantas cosas, que luego tuvo una militancia cultural en el PSOE de Andalucía, y que ahora mira la realidad desde la atalaya crítica de los supervivientes. Paco me habló del Centro de Información y Solidaridad con España (CISE) en el que él colaboró en aquellos años. En algún momento pasamos a Marcos Ana, el alma del CISE. Paco Ramírez me “regañó” por no conocer a Marcos Ana: “Es uno de los personajes más interesantes de la época”, me dijo, y me dio una primera semblanza. Me sugirió que buscase en Google, y Google me reenvió a entrevistas, a archivos, a historias, y a sus memorias tituladas “Decidme cómo es un árbol”. Me interesó su vida grande, y pasó a ser un personaje (secundario) de mi novela. Es Gabrielle Lagarde, la narradora de una parte de esta novela, quien lo introduce así:
A los pocos meses de conocerlo, Paco me pidió exponer su obra en Le Consulat y, el día de la inauguración, a finales de abril de 1970, me presentó al poeta Marcos Ana, que acudió acompañado de una especie de cortejo. A mí me pareció un pobre hombre, víctima para siempre de su condición de preso político de más duración durante el franquismo. Llevaba en su cara el estigma de una condena a muerte y de veinte años de cárcel, apenas disimulado por la pátina de símbolo de la lucha antifranquista y por la celebridad de alguno de los poemas que escribió desde la cárcel, cuyo valor literario no alcanzaba al valor testimonial. Aquella tarde me pareció una especie de santo triste que se iba exponiendo, como el Santísimo de las iglesias, en los templos de la izquierda de toda Europa y América Latina, aunque esa impresión más bien despectiva luego se cambiaría por la admiración que me produjo comprobar que toda su pasión política tenía el motor de la compasión: la compasión por sus compañeros de cautiverio, los que fueron ejecutados y los que permanecían entre rejas por la represión franquista. Era esa compasión la que finalmente otorgaba un sello de autenticidad a sus discursos.
Marcos Ana sí es un icono con mérito. De Marcos Ana merece la pena hablar y hablar. Marcos Ana fue querido y detestado con mérito. Él sí que fue una víctima, y de ahí sacó una enorme fuerza para una militancia rotunda: la solidaridad con los presos políticos. Charlotear sobre Rita Barberá nos lleva a itinerarios de muy corto recorrido, con más espuma (de rabia o de fervor) que agua. Rita Barberá merece el respeto al dolor de sus allegados y una despedida pública; acaso también un cierto acto de contrición por haberle dado tanta importancia. Marcos Ana merece algo más: merece un saludo, un lugar en el panteón de la patria, una tesis doctoral y muchas conversaciones. Recordarlo nos lleva a parajes y miradores que nos permiten entender mejor la ciudad. No se trata de vestir un nuevo santo, sino de hablar de cosas interesantes.
Es verdad que la muerte nos iguala a todos, pero un país tiene el deber de seleccionar con buen criterio a quiénes quiere como iconos. Lo que puedo decir de Rita Barberá es que no mereció tanto odio. Marcos Ana, en cambio, sí debería ser odiado o querido, cualquier cosa menos olvidado.
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