De qué huía yo, seguramente de algo más gris que un policía: de un coloquio alargado, de la visita a un dentista. El otoño caía sobre mi cabeza, y sobre mi nariz, y sobre mi pecho. Me apresuraba para alcanzar el autobús que me devolviese al calor solitario de la televisión, y choqué contra un obstáculo suave y mullido, un cuerpo ligero, un bolso abierto del que salieron disparados la barra de labios y la agenda, una gabardina con forma de mujer. Yo fui piedra y tu agua, cedieron tus tacones y caiste al suelo con ceremonia y cierta cautela, con un grito contenido que tantas veces después he recordado. Un estúpido reflejo me hizo recoger antes la barra de labios que tu cuerpo. Me reí al verte reir, avergonzada, y la noche cambió al ver tus rodillas doblándose para incorporarte.
Dónde ibas tú tan deprisa, perdías un autobús que te devolvería al calor de tu casa, que yo imaginé ático y acristalado, con madera y música. Eran las nueve y cuarto, y mientras recomponías el gesto, mientras te disculpabas por ese atropello (pero ¿quién atropelló a quién?), te pedí entrar en el bar de vinos y conchas de cuya barra, pensé luego, quizás acababas de despegarte. Un gesto de titubeo precedió al primer sí que oí de tu boca. El segundo fue cuando sugerí mesa en vez de barra, y el tercero cuando te propuse vino tinto. Dentro de tu gabardina había una mujer que había perdido la prisa y había recuperado el habla. Qué voz verde oscura con vetas amarillas, qué dedos de ladrona de collares y secretos, qué fragancia de verano antiguo en medio del otoño total. Vi cómo cruzaste las piernas hacia mi, y ese fue el signo sensible, casi sacramental, que me dió la certeza de que la noche habría de ser larga, de que ya estaba en el umbral de esa mujer, de que ya me habías abierto la puerta, y de que dentro no habría estancias ni muros, sino un espacio diáfano para moverte conmigo despacio, cerca, acompasadamente, al ritmo de palabras bien colocadas en una conversación que desembocaría en tu boca. Te dije cómo me llamaban y tú me diste tu nombre, tómalo, mi nombre, es tuyo por esta noche, cada vez que lo pronuncies te miraré y te responderé, fue tu primer regalo. El segundo regalo fue rozar levemente tu pierna con la mía y no alterar el gesto. El tercero, levantarte para el baño y dejarte mirar. Tardaste en volver, y lo hiciste terminando la frase que había quedado a medias hacía cinco minutos y con los labios más rojos. Ahora la voz verde oscuro se teñía de color vino rojo. Protestaste cuando el camarero trajo otra botella, pero no retiraste la copa. Todo estaba empezando, ¿te acuerdas?
Pero el otoño seguía dentro de mí, dentro de mi cabeza y de mi nariz, y me excusé para ir al baño. Expulsé con todas mis fuerzas los flujos de noviembre, la congestión de tanta pastilla inútil, como si al final de ese desahogo estuviesen todavía los restos del último verano. Me miré en el espejo, hice reaccionar a mi cara con agua fresca, aclaré la voz; pero no pude contestarte la última pregunta. Tu gabardina tampoco estaba. Dejaste una flor sobre una servilleta de papel y tu nombre escrito en una servilleta de papel (ése fue tu último regalo). Mi abrigo estaba caído en la silla, pero mi cartera no. El camarero madrileño miraba hacia la televisión donde retransmitían el último saque de esquina que tampoco daría el empate al equipo local.
Pintaba muy bien esa historia, al final me has hecho reir.
Tenía tu cartera. ¿no te llamó?
No hubo reincidencia. Para algunos delitos la reincidencia debería ser una atenuante… Nunca un robo me gustó tanto.
Leer esto bien temprano y empezar el día con una mirada especial. Y es lo que me acaba de suceder… Gracias.