Llamémosle Alfredo. Su habilidad consiste en hacer de cada experiencia un lápiz con el que después ser capaz de trazar un dibujo. Para eso lo primero que hace es quitar las escamas de lo repetido, de lo tópico, lo que no hace sonar los metales de la realidad. Una vez que encuentra la mina, se siente poderoso: tiene en su mano un instrumento. Toma el lápiz por la madera de la experiencia común y le da vueltas dentro de su alma. Es un alma con filo, porque no se conforma con devolver lo que ha recibido: se empeña en tomárselo en serio. No tiene necesidad de inventar nada, le basta con aprovechar los lápices que otros han dejado a medias, romos o partidos, a apurar su significado, a descubrir el poder oculto de una palabra dejada al azar, de una mirada extrañada, de un encontronazo sin aparentes secuelas, de un pequeño suceso cotidiano. Él dice que sus dibujos no son réplicas ni plagios, que simplemente se dedica a reciclar lo que otros van desperdiciando. Y así consigue, dice, vivir la vida intensamente sin los trabajos de un explorador de aventuras inéditas. Le he sugerido que abra un blog, pero me ha contestado que no sabe dibujar con el ordenador. Una pena.
Miguel Pasquau
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