Hacia los treinta y tantos años aparece en tu vida, de pronto, un amigo remoto con cartera que te viene a hablar de tu muerte. Pero no es una charla filosófica: te quiere vender un seguro de vida. Hasta entonces, la muerte es un concepto, y también una experiencia de otros de la que se tiene noticia; pero a partir de ese día, o bien ya estás pagando un tanto al mes por algo que tiene que ver con tu muerte, o no lo pagas, y cada cierto tiempo te preguntas si no te estás quedando a la intemperie.
El gasto en seguridad es excesivo. El miedo ha desarrollado una industria de pólizas de seguro de vida, de seguro de accidentes, de seguro de enfermedad, de seguro de daños a terceros; una industria de planes de pensiones, de sistemas de alarma, de puertas blindadas; una industria de vigilancia nocturna, de vacunas, de antivirus, de copias de seguridad, de cámaras ocultas. Yo no sé si merece la pena, no sé si es eficiente tanto miedo a tantas cosas. Lo que es seguro es que quien se dedica a vender seguridad, está interesado en que se difunda el miedo. Y que quien vive sin miedo a morir, muere sin perder la vida. Y que la lógica de la seguridad privada (la que aspirar a que "mi" seguridad no sea menor que la del vecino de al lado) genera áreas de inseguridad general que de nuevo acaba engulléndonos, en una espiral continuamente en crecimiento. El daño siempre encuentra rendijas por las que colarse, y tanto blindaje es ya, en si mismo, un daño.
También en la sociedad hay fases históricas
pesimistas en las que se invierte más en seguridad que en justicia y ventura. Se abren más comisarías que juzgados, se afilan con cuchillas las verjas que nos separan del infierno, la política se ocupa más de defenderse a sí misma que de movilizar, proponer y alcanzar nuevos objetivos de dignidad y de libertad, y las grandes palabras de otro tiempo se han convertido en otras más pequeñitas: hablábamos de igualdad y libertad, y ahora de nación y propiedad.
No me gusta en términos generales lo que he leído del anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana. Más que nada porque destila una concepción antigua del concepto de "seguridad", anclada en ciertas obsesiones y ciega para nuevos riesgos de la ciudadanía, sobre todo los riesgos tecnológicos. Y especialmente ciega para la enorme inseguridad en la que vive tanta gente, para quienes la verdadera amenaza no es que quemen en la calle la bandera de su Comunidad Autónoma sino el despido inminente, la pérdida de la beca, el desahucio de su vivienda, una enfermedad que crece dentro mientras transcurren los meses de la lista de espera en el hospital, el cierre del Centro de Día donde el abuelo pasa la tarde bien atendido mientras uno puede trabajar. Y esta ceguera, esa concepción de la seguridad como orden público, esa seguridad miedosa del cambio, ese tributo excesivo a la seguridad del poder, es lo que hace que tantos ciudadanos no se sientan entusiasmados con este proyecto de ley, y que más bien la perciban como un muro que protege privilegios ajenos.
Los ciudadanos merecen protección frente al delito. Necesitan que el parque y la plaza no sean una emboscada. La policía, los bomberos y los servicios de protección civil han de contar con protocolos democráticos que les permitan cumplir eficazmente su trabajo. Es verdad: la seguridad ciudadana es un derecho de todos. Pero es importante repensar la ideología de la seguridad y entender que los riesgos del ciudadano no son siempre los mismos que los del poder. Que lo que para el vencedor es un riesgo, puede ser una oportunidad para el perdedor. Que tanto precio en seguridad da miedo. Que una sociedad tan preocupada por una seguridad pequeña acabará paralizada y ensimismada, empequeñecida.
by Ernesto L. Mena
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