Lo más espectacular de la nieve es el silencio.
Silencio blanco que nos sorprende por la mañana. Paisaje de cuento, de infancia. Alfombra intacta en tejados, en laderas, encima de la mesa de la terraza, en las barandillas, en el parque. Las ramas combadas de los árboles. Los coches envueltos en un abrigo de lana blanca.
Luego salen los niños, aparecen las pisadas, las guerras, los muñecos de nieve, las caídas. La nieve empieza a ensuciarse hasta que se convierte en un charco gris, y el silencio se cambia por un chop-chop de pies fríos o se pertrecha en los tejados más altos, en las montañas del fondo, y se hiela. Pero el silencio del hielo es otra cosa.
El silencio de la nieve es tan impresionante como su blancura inicial. ¿Porqué pasa? ¿la nieve absorbe los ruidos? ¿ha nevado por el sur?
El silencio del hielo es atronador. Recuerdo en un día de verano la embarcación que nos llevaba a la otra parte del lago Argentina para emprender una expedición por el glaciar Perito Moreno se iba acercando a la pared de hielo. En ese preciso momento se desprendió una pared de hielo. El encontronazo entre dos aguas en fases diferenciadas que percutieron provocó una detonación a la que se sumó la algarabía que se formó en el barco. Mezcla de pavor y deslumbramiento. Es cierto, el silencio del hielo es otra cosa.