Con una sorprendente intensidad literaria capaz de superar la prueba de la traducción, J. Williams disecciona el alma de un profesor universitario que transita toda su vida rozando el fracaso: Stoner. Un hombre que escapa de la granja, de la guerra, de la resignación y de la soberbia, construyendo sin apenas arquitectura una vida tan ajena a la ambición y a la heroicidad como sorprendentemente digna. Los sentimientos con su única hija, un amor esporádico pero perfecto en la madurez y el constante impulso universitario trazan una línea que lo mantiene en pie a pesar de todo: a pesar de un matrimonio acabado en la primera noche que en ningún momento sabe manejar; a pesar de una personalidad mediocre; a pesar del aplastamiento cruel al que le someten las circunstancias: el desprecio obsesivo de su mujer, la venganza fría y pertinaz de un compañero hostil ascendido a jefe. Stoner sobrevive una y otra vez, amparado en la burbuja irreal de la Universidad a la que se entrega hasta convertirse en un "buen profesor", capaz de aceptar el infortunio y los castigos más injustos como si reberlarse contra ellos fuese emprender una batalla en la que pudiera perder lo que, sin lucha, nadie podría robarle. Por eso encuentra reservas de dignidad las cuatro o cinco veces en que la vida lo coloca frente al abismo. Y por eso logra escribir un libro, el libro al que sus manos se agarraron mientras se estaba muriendo.
Stoner es eso: un monumento a la dignidad. Pero una dignidad sin épica, sin mensaje, sin ni siquiera esperanza. Quizás porque no heredó más sentido ético que el de sus ancestros, "cuyas vidas fueron oscuras, duras y estoicas y cuya ética común era la de mostrar a un mundo opresivo rostros inexpresivos, duros y fríos". Es decir, la resistencia, suprema virtud en un mundo con vocación destructora. "¿Qué esperabas?", es la pregunta con la que se conforta en sus últimos pensamientos antes de morir. "¿Qué esperabas?".
Pero Stoner es, sobre todo, una historia muy bien contada. Nada que ver con Paul Auster, créanme.
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