Calor en Madrid, calor en la Sala del Ateneo, calor de amigos a mi alrededor. La presentación de una novela en público es un acto de exhibicionismo, y eso lo hace incómodo para mí. Eres culpable de que un buen puñado de amigos tuerza su rutina de julio y se movilice para acompañarte, eres culpable de que dos o tres personas preparen una intervención en la que, según mandan los cánones, han de hablar bien de la novela y del escritor. Luego, en vez de darte el pésame, los amigos se acercan para felicitarte, o incluso para que les firmes un ejemplar. El acto gira alrededor de ti. Hay exhibicionismo, y además un exhibicionismo consentido, porque tú te prestas a ello. Es incómodo: tienes que hacer un esfuerzo para adaptarte a ese escenario que tú mismo has buscado, pero que por otro lado preferirías evitar, porque a uno lo que le gustaría es que la novela llegase a sus destinatarios por arte de magia, como la lluvia, y no con el fórceps de las presentaciones.
Uno escribe para que otros lean, y necesita que esa lectura sea una buena experiencia. Cada lectura fallida es un fracaso definitivo. Cada buen rato de lectura, cada emoción o idea o sentimiento capaz de llegar al otro extremo (el del fondo del lector) añade definitivamente sentido a tantos ratos buscando la palabra, puliendo la escena o esperando la idea que permita avanzar a la historia. Escribir y leer es un acto compartido; se ha dicho ya muchas veces, pero es verdad. Cuando alguien abre la novela y se deja llevar por ella, todo lo que hay dentro, preparado como un dispositivo dispuesto para llegar a mil y un destinos, vuelve a desplegarse, a revivir, a reescribirse, como si pudiera suprimirse el tiempo transcurrido desde que las palabras se alinearon en mi ordenador hasta que son leídas. Es incómodo el exhibicionismo de una presentación, pero es una maravilla hacerse consciente de que alguien está en su terraza, una noche de éstas, persiguiendo la misma historia que yo perseguí mientras la escribía, viviendo la misma perplejidad que Juan Zaldaña al verse alcanzado por Irene, descubriendo la bendita felicidad de reconstruir los caminos que devuelven al estanque de la infancia donde está el agua que nos permite ser quienes somos, encontrando todo lo que estaba allí para nosotros sin que nosotros nos diéramos cuenta, viajando en tren por la noche hacia el norte, sintiendo abruptamente el desarreglo de un enamoramiento inesperado, jugando a juegos de infancia al calor de la siesta, o compadeciéndose del deterioro de quienes entonces sostenían a pulso el entramado de nuestra infancia o adolescencia.
Sí, es un tópico, pero es verdad. Una buena lectura culmina y mejora una novela. Por eso "Cuando siempre era verano" es cada vez más novela. Por eso, igual que la editorial convirtió en un libro el texto titubeante e inseguro que yo le entregué, las lecturas de Andrés Sopeña en Granada, de Manuel Madrid en Úbeda y de Antonio Parra en Madrid me permiten pensar que esta afición por contar historias no es una manía o un vicio, sino la suerte de entrar en diálogo con buenos amigos y quien sabe si también con desconocidos a los que les llega la novela por caminos azarosos.
Pido disculpas por todo lo que de exhibicionismo hay en la promoción de una novela. Agradezco a quienes han dicho de ella lo que yo no sería capaz de decir. Y confieso que no soy ajeno a ese pequeño orgullo de escritor de saber que ahora mismo andan por ahí, enredados en la vida de otros, ejemplares de esa novela que ya es, para siempre, una novela compartida.
Estoy leyendo tu última novela. Mariano ya se la ha leído… Y te felicita. Pero me apetece en este momento enviarte un gran abrazo. Inma Mercado.