Lo único bueno que se me ocurre decir de la victoria de Trump es que Trump va a institucionalizarse. Es decir, que su discurso arrebatador, directo, lleno de atajos y dirigido a remover pulsiones emocionales, ahora va a ocupar las instituciones, y al ocuparlas va a adoptar su forma, igual que el agua turbulenta que se encauza adquiere la forma del cauce. Ya no podrá sustentar según qué cosas, porque las instituciones, es decir, los procedimientos, la Constitución, los derechos, desplegarán su severa disciplina. El día después de la victoria de Trump no será el aniquilamiento de la película "The day after" (el día siguiente a una deflagración nuclear planetaria) sino que puede llegar a ser la victoria de las instituciones: se aprobarán algunas leyes regresivas, se paralizará el incipiente sistema sanitario público intentado por Obama, se reforzará el derecho a las armas, se extremarán medidas represivas, se suprimirán medidas de acogida a la inmigración, se cambiarán algunos aspectos de la política internacional, pero todo, incluso lo indeseable, se hará "dentro de lo posible", es decir, ajustándose a las reglas de juego. Espero no equivocarme, pero si me equivocase sería porque Trump, desde el poder, perpetrase una suerte de golpe de Estado, no porque haya ganado las elecciones. De momento, la victoria de Trump es una manifestación de normalidad institucional.
Pero el de este miércoles 9 de noviembre también es un buen momento para desahogarse y expresar algunas convicciones.
La primera es, precisamente, la defensa del binomio instituciones y derechos frente al populismo basado en el binomio nación y seguridad. Trump ha ganado por prometer eso que las más primarias emociones del ciudadano desprevenido aprecia: la nación, concebida como un "nosotros" identificado con quienes se sienten mayoría "fetén" en un momento determinado (y opuesto a las minorías), y la seguridad frente al riesgo que comporta la inmigración, el mestizaje, la globalización. Es momento de reivindicar el constitucionalismo democrático, es decir, justamente, la existencia de marcos procedimentales y reglas de juego que sean capaces de albergar un pluralismo real de intenciones políticas opuestas.
La segunda es, casi una constatación: la victoria de Trump pone de manifiesto que en momentos de crisis o de postcrisis, la emergencia de mayorías políticas populistas (en el sentido antes indicado) no se frena ni se combate con una Hillary Clinton tan exageradamente protegida por los grandes medios de comunicación al unísono, sino con un Bernie Sanders lúcido capaz de sostener con autoridad moral e intelectual un discurso de defensa de las instituciones frente a sus adulteradores y a su "okupación" por determinadas élites en posiciones ventajistas. Ya sé que esta es una afirmación que no puede demostrarse, porque Sanders y Trump, por desgracia, no han podido enfrentarse. Pero sí es una convicción: frente a los Trump que en el mundo son, no vale ya cualquier apaño cosmético preparado y aliñado para que todo siga igual con retoques, sino que habría que proponer un cambio de orientación doloroso para determinados sectores empeñados en mantener su statu quo, pero ilusionante para clases medias y populares. Y creo que en el marco de sociedades desigualitarias, en las que las clases populares temen perder el suelo de las políticas de protección y de bienestar sin más señuelo que el de la promesa de que un crecimiento desde arriba acabará generando prosperidad abajo, el neoliberalismo ya no puede cumplir esa función ilusionante. Ha de ser, de nuevo, una socialdemocracia decidida (no retórica), posible (no dogmática), difícil (no ilusoria), libre de servidumbres y coordinada a nivel internacional. Al menos, y por lo pronto, hay que tomar nota de que la gente quiere que quien ocupe el poder político no sea un delegado de los otros poderes, sino alguien dispuesto a defender titánicamente la autonomía del poder democrático.
La tercera es que prefiero nuestro modelo político parlamentario al presidencialista. Unas elecciones en tête-à-tête simplifica y banaliza aún más el debate político. Tiene más riesgos. Admite menos matices. Requiere menos equilibrios. La impresión o sensación de sentirse representado con inmediatez por uno de los dos candidatos, sin más mediaciones, fomenta en determinados periodos un hiperliderazgo que puede ser corrosivo. La elección puede fundarse más en el chismorreo, en deslices pasados, en la moral privada del candidato o en su belleza personal (espero que esto último no haya sido el caso de Trump, hablo en general). Y el líder puede acabar sintiéndose el enviado de la nación.
Que no cunda el pánico. Hay que sacudirse la desazón de este miércoles y encarar el futuro con decisión. No hay que atrincherarse en lo que queda de Europa, sino empeñarse con determinación en reivindicar una democracia limpia y saneada y en construir propuestas posibles que incorporen los pactos sociales (si lo prefieren, la "justicia social") como objetivo directo de la política, y no como variable subordinada.
También es cierto que no son tontos y no pueden estar mas de dos mandatos. Y es curioso que el voto hispano vaya con él: al final lo único claro es que cuando pasan el puente o el muro les importa poco los que sigan, salvo q sea familia directa. Lo importante, mi yo, y mi familia que es mi patria. No es cuestión de democracia sino de naturaleza humana.
Un tercio del voto hispano ha ido a Trump, que parece mucho, pero parece ser que ha sido fundamental el de cubanos y venezolanos. Me da la impresión de que se trata por tanto de un voto muy ideológico, de inmigrantes que seguramente cuentan con cierto poder económico y rabia frente a las conversaciones de Obama con Cuba o Venezuela (al igual que con Irán).
¿Se lo aplicamos a Podemos?
¿El primer párrafo? Por supuesto. Y a todos los movimientos emergentes, como fue el PSOE en el 82. El barco (el sistema), para bien y para mal, tiene su inercia, y la acción del timonel se mueve dentro de esa inercia. Siempre he dicho que cuando Podemos (o como se llame en el futuro, o lo que lo sustituya) adquiera poder relevante, podrá conseguir algunas cosas (como consiguió el PSOE en los 80: pensiones, educación y salud como derechos sociales universales, modernización de estructuras y cierta eficiencia económica), pero será “dentro del barco”. Por eso me hacen gracia los aspavientos de quienes temen que vayamos a convertirnos en Venezuela, por poner un ejemplo.
La necesidad de esa “coordinación a nivel internacional” suena a lo hoy ha dicho Varoufakis, cuando dice: “En 1930, nuestros ancestros fracasaron en conectarse con demócratas de otros sitios del mundo para detener la putrefacción”. Pero la elección de Trump es multifactorial. No es sólo cuestión de populismo ni de cauces, aparte que Trump se lo podía permitir porque el “establishment” no le iba a atacar (es uno de los suyos) como sí que haría si fuera un político de izquierdas como Sanders (que obviamente no tenía ninguna posibilidad…). Es más bien una tormenta perfecta donde se mezcla la desesperanza de una clase media-baja que se siente -sin serlo- de peor condición que los inmigrantes; que se siente vapuleada en lo económico por la deslocalización de empresas norteamericanas y por la globalización, y que se siente caer hasta la irrelevancia demográfica. Sí, son sentimientos combatibles y rebatibles, y sobre todo un entorno así debiera ser un acicate para superarse, no para elegir a un filofascista que puede meter al mundo en problemas muy serios.
Coincido en lo básico. Coincido en el compromiso con el constitucionalismo democrático y la necesidad de defenderlo frente a quienes lo amenazan. Coincido en la razón de ese compromiso: la convicción de que la democracia se basa en un “pluralismo real de intenciones políticas opuestas”.
No creo, sin embargo, que la democracia constitucional esté amenazada solo por el populismo basado en el binomio nación/seguridad. Pensar que hay un populismo bueno y uno malo presupone, a mi juicio, un concepto erróneo de populismo y un diagnóstico equivocado del sentido en que el populismo amenaza a la democracia constitucional.
No tengo una teoría completa sobre cuáles son las razones por la que el populismo –cualquier populismo– es una amenaza a la democracia constitucional, pero al hilo de tu texto se me ocurren dos.
La primera simplemente constata que la convivencia democrática se basa en complejos y delicados equilibrios institucionales y también en disposiciones personales. Hacer lo que has hecho tú en tu primer párrafo no es fácil. Reconocer a quienes no piensan como tú o como yo el derecho a llevar a la práctica sus proyectos y ser paciente y esperar y aplazar unos años nuestra pulsión a realizar nuestros ideales morales no es fácil. Es un ejercicio de autocontención difícil. El populismo, con sus formas desatadas, con su maniqueísmo, con su retórica agresiva, con su apelación a lo emocional y a lo primario, no ayuda a hacer posible ese ejercicio. Es verdad que Trump ha tardado minutos en “apaciguarse” e institucionalizarse. Pero ¿lo harán otros líderes populistas? ¿Y los electores? Hoy son unos pocos cientos los que protestan en las ciudades americanas en contra del resultado electoral. En España fueron unos pocos miles los que rodearon el Congreso por considerar ilegítimo al gobierno. Pero ¿cuántos cientos de miles podrían ser si la retórica populista se generaliza a todos los candidatos, algo no descartable vista su efectividad electoral? ¿Cuánto tardará la democracia en derrumbarse en ese contexto de enfrentamiento civil? Parece necesario pedir responsabilidad y contención no solo a los responsables institucionales, sino también a la oposición y a los candidatos.
La segunda razón por la que considero que el populismo (cualquier populismo) es un tóxico inoculado en la democracia la tengo menos elaborada (aun, esto es, incluso). Se refiere a la moralización de la política. El populismo hace gala de su desprecio al adversario al que considera un fallo moral. El teórico o líder populista no valora la democracia ni ofrece ninguna razón de peso para ser demócrata: él lo es circunstancialmente, porque se le da bien ganar elecciones, porque sabe que cuando pierde preserva intactas sus oportunidades de lograr la victoria más adelante. Él ve en los procesos electorales y mayoritarios una oportunidad para llevar a cabo sus proyectos y nada más. Desdeña la posibilidad de que otros lo hagan porque los desprecia moralmente y porque considera fallos morales sus proyectos. El populista moraliza la política. Instrumentaliza la democracia. No le reconoce ningún valor intrínseco más que el instrumental, con signo positivo o negativo en función del lado del que caiga la mayoría. Un populista no dirá jamás, como tú has sugerido, “paciencia, se aprobarán algunas leyes regresivas, que no comparto y aunque no renuncio a seguir debatiendo moralmente con él sobre esas cuestiones, reconozco el valor de quien suscribe lo que yo rechazo que no un fallo moral que hay que eliminar sino alguien con su propia narrativa y sus razones tan instables y falibles como podrían ser las mías”. Una democracia construida sobre bases populistas carece de un fundamento sólido y es débil. Tarde o temprano se derrumbará. El populismo es un problema porque moraliza y la moralización de la política es regresiva. La convivencia no será posible en esas condiciones.
No se puede partir del presupuesto de que hay personas que son fallos morales. Los seguidores de Sanders no son fallos morales. Pero tampoco lo son el campesino de Kansas, ni el obrero de la acería de Pittsburgh o de la fábrica de coches de Detroit. El inmigrante venezolano que desprecia la retórica igualitarista porque ha sufrido algunas de sus consecuencias perversas no es un fallo moral. Es una persona con una narrativa propia irrepetible y que explica y da valor a sus compromisos morales. Y unos y otros tienen que convivir incluso antes de que hayan podido resolver sus conflictos morales y precisamente para poder resolver sus conflictos morales. Pero esa convivencia no es fácil en un contexto en el que la democracia es concebida como la competición entre líderes populistas que buscan desplegar políticamente sus proyectos morales y cercenar la posibilidad de que otros lo hagan ni en un contexto en el que la política está moralizada.
Hay que desmoralizar la política y la democracia, hay que dejar de ver a la democracia como algo instrumental valioso porque me da la oportunidad de llevar a la práctica mis certezas morales para pasar a reconocerle un valor intrínseco: no es un instrumento de la moral, sino el método político que me permite convivir con quien tiene certezas morales propias, distintas a las mías y tan valiosas como ellas. Eso es incompatible con el presupuesto y con la retórica populista basada en la contraposición entre pueblo auténtico y fallos morales. Creo que si no se desmoraliza la política y la democracia como en su día de secularizó la política de religión (se dejó de ver como el método y oportunidad para imponer las propias creencias sobre el método de salvación) el resultado será el mismo que el de una política no secularizada: ayer las guerras de religión y en un futuro próximo las guerras morales.
Por terminar mundanamente. No sé si elevar el tono es la solución. No sé si la retórica del “We are the 99%” es la más apropiada. Como eslogan podría haberlo empleado el propio Trump: de hecho, algo así es lo que dijo en la campaña. Como constatación política es falsa: quienes lo decían no pasan de ser apenas el 50%. Pero es que aunque fueran el 99% resulta que quizás el 1% lleve razón y que además ese 1% es valioso incluso si no la lleva.
Yo disiento parcialmente. Desmoralizando la política en esos términos, la volvemos aséptica y pierde contenido. Sería casi simplemente pura retórica, como los debates que había entre los partidarios del Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular. La política es, siempre, para cambiar las cosas, las que están mal (y conservar las que están bien). El componente moral será ineludible. Pero eso no significa que se tenga licencia para tildar como fallo moral al advesario político que sea, como ciertamente ocurre no pocas veces.
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Estoy internado en una casa de curas muy buena que llevan las Hermanas Adoratrises de la Santa Coalisión en Rivas Vasiamadrid porque leyendo 678 artículos de prensa sobre Trump, su vehemensia, su transversalidad, su misoginia, su populismo /no populismo , su irreverensia democrática y otras 68 notas conductuales contradictorias observadas sen los súltimos meses, me entraron unos sofocos biliares y unas afasias peritonitienses que tuvieron que llamar a una ambulansia, y me dise la Hermana Consolasión : Anónimo, reládejesé, Trump no podrá ser jusgado hasta que no empiese a desir misa y a repartir la comunión conforme a las reglas del santo argumentario democrático, y le digo Hermana Conso, si no fuera por su sensibilidá no sé qué sería de un siudadano como yo, que nunca pago impuestos ni creo en el contrato sosial ni en el Purgatorio ni en ningún exponente capilar, sea o no en coleta.