[Artículo publicado en la revista CTXT el 01/05/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
Lo que ha entrado en crisis no es la Constitución, es el Estado. Sólo la gran política podría ser capaz de enfrentarse a la gran desigualdad
No sé si en 1978 España habría podido darse una Constitución distinta, pero sí estoy seguro de que la que se aprobó es mucho mejor que lo que después se hizo de ella como consecuencia de un bipartidismo de intereses endogámicos que en algún momento comenzó a competir “a la baja” con más interés en controlar la democracia que en desplegarla. Con cuánto agrado leí Democracia de papel, un ensayo de Bonifacio de la Cuadra en el que defiende esa tesis con el valor añadido de quien fue testigo directo de los necesarios equilibrios que se forjaron y del deterioro que se produjo a partir, más o menos, de la segunda legislatura de Felipe González.
Pese a haber quedado empequeñecida y reducida a un mínimo “confortable” en el ejercicio de un poder concebido como gestión resignada del Estado sin grandes objetivos de transformación social, sigo sosteniendo una convicción: en 1978 España se puso de puntillas y constitucionalizó la mejor versión posible “de sí misma” en aquel momento, aunque (o quizás “porque”) no llegó a ser la Constitución que colmase las aspiraciones de unos y de otros. Y añadiría algo más que puede resultar desazonador: nada nos asegura que la Constitución que pudiera resultar de la España de 2016 fuese de mejor calidad democrática que la de 1978, porque la sociedad civil ha perdido resistencia y, acosada por la incertidumbre, tiene más miedo a perder que ansia de ganar. En todo caso, si se está dispuesto a abrir un proceso de amplia reforma constitucional, sería interesante afinar en el diagnóstico sobre las causas de las disfunciones que quieran corregirse.
Lo que nunca deberíamos olvidar
No deberíamos olvidar algo que ya resulta definitivamente lejano para dos terceras partes de españoles: la Constitución de 1978 sirvió, sobre todo, para pasar de una autocracia a una democracia homologable con su entorno europeo. Ya sé que no basta con dotarse de una Constitución democrática para asegurar el funcionamiento democrático del Estado, ya sé que aquella Constitución no fue suficiente para cegar algunas inercias del régimen anterior, pero no seré yo quien enarbole pancartas queriendo sustituir una democracia “formal” por una democracia “real”. Por dos razones: primero, porque sin democracia formal, es decir, los procedimientos democráticos, el principio de legalidad y la sumisión de todos los poderes a la Constitución, no puede haber democracia real, sino voluntarismo político; y segundo, porque la democracia real no puede asegurarse con textos constitucionales, sino con políticas. El sufragio universal, el pluralismo competencial entre partidos, el blindaje jurídico de los derechos fundamentales, la conversión de los súbditos en ciudadanos, todo esto es el suelo que se alcanzó en 1978 y debería ser un punto de no retorno. Ni un paso atrás en este camino: pocos afanes reformistas, por ello, serían más importantes que fortalecer la cultura de la democracia constitucional en un país proclive cíclicamente a atajos, a liderazgos excesivos, al predominio de lo (pretendidamente) justo frente a lo legal y al sedicente predominio de lo identitario y lo nacional (es decir, la definición del “nosotros”) frente al concepto liberal de ciudadanía. Ese objetivo puede perseguirse, si hay voluntad política y nobleza democrática, con la Constitución vigente. Reformarla será oportuno o no según la dirección que se tome y la base de consenso sobre la que se asiente.
La letra escrita en la Constitución de 1978 no fue el resultado de la ocurrencia de unas élites políticas para que todo siguiera igual, sino la homologación de España con una tradición europea que, entre conflictos, guerras y revoluciones, supo ir decantando las mejores ideas del pensamiento filosófico y político, distinguiendo las voces de los ecos de bisutería. Soy de los que piensan que debemos seguir celebrando más el 6 de diciembre que el 12 de octubre, más la Constitución que la nación y que el pueblo, porque nunca las naciones y pueblos de España han sido mejores que lo que aquella Constitución dice de nosotros.
La entropía democrática y sus causas
El caso es que, es verdad, algo se torció demasiado pronto. La inercia de un despegue económico escondió graves e insidiosos procesos de entropía democrática que se fueron fraguando poco a poco, en una lenta claudicación (en la política económica, en la calidad del debate público, en la permeabilidad del sistema a nuevas reivindicaciones, en la ejemplaridad del ejercicio del poder), y que han aflorado con cierta virulencia cuando la crisis financiera e inmobiliaria rompió la ilusión de una prosperidad permeable de arriba abajo y por tanto beneficiosa no sólo para las élites, sino también para las clases populares, que es la esencia del pacto social.
Cuando los derechos sociales se han topado con el límite de su financiación; cuando los derechos laborales han tenido que convertirse en la principal variable de ajuste de la competitividad; cuando el orden y la ley no han sido tanto la armadura del pacto social como, otra vez, el muro protector de los incluidos frente a los excluidos; cuando la Constitución lejos de integrar la diversidad se esgrime para justificar el inmovilismo en un escenario que quizás ya no es la media resultante de las tensiones entre unos y otros; cuando los partidos políticos se convierten en sedes, aparatos, áreas de influencia en el entorno del poder y puestos de trabajo; y cuando la clase política se ha funcionarizado, se ha corrompido más allá de lo soportable y se ha envuelto en sí misma con puertas giratorias y obsequiosas más hacia los grupos empresariales y los grandes medios que hacia la ciudadanía, empezamos a tener la impresión de que la democracia ha sido colonizada y convertida en un aspecto casi marginal del ejercicio del poder. Es normal, entonces, atribuir el deterioro a una suerte de pecado original, un defecto de origen, una culpa inicial que tarde o temprano acaba manifestándose, de manera que el deterioro de nuestra democracia estaría escrito de antemano en una Constitución que se habría quedado a medias: la monarquía y no la república, la descentralización y no la autodeterminación, los derechos sociales como principios inspiradores pero sin garantía judicial, la aconfesionalidad y no la laicidad, etc.
Si esa explicación resulta confortable para quienes en el 78 defendieron posiciones más audaces, tienen derecho a esgrimirla. A mí, sin embargo, me parece un relato demasiado atrapado en la memoria de lo antiguo, y por tanto distorsionador. La crisis de nuestra democracia no se debe, en mi opinión (y sé que en contra militan poderosos intelectuales), a asuntos “mal cerrados” en la Transición, sino a procesos sobrevenidos que no son “españoles” ni nada tienen que ver con el 78, sino europeos, o más bien mundiales. Se trata de la “gran desigualdad” que está vaciando poco a poco, derecho a derecho, conquista a conquista, el concepto de ciudadanía. Me refiero a la “gran desigualdad” que se va conformando urbi et orbi como efecto de una globalización económica deliberadamente basada en la desregulación de los grandes mercados liberados de los límites políticos (y por tanto de los objetivos democráticamente perseguidos). Me refiero a una desigualdad como efecto subsidiario de un modo de crecimiento que necesita estructuralmente la pobreza de un tercio de la sociedad. Si no somos capaces de comprender esto, si nos aferramos al recuerdo de las batallas ideológicas del 78, podríamos incurrir en un mero reformismo constitucional estético.
Democracia y capitalismo: una pugna desigual
Tantas veces se ha dicho que parece un tópico de salón, pero no me parece posible una reflexión sobre el vigor de nuestra democracia sin reparar en que las fronteras estatales se han abierto con prisa para el tráfico del dinero, de los productos y de los servicios (habilitando territorios de conquista para el capital), pero han permanecido cerradas para lo constitucional, para los derechos y la democracia. Y así, una vez que el ámbito territorial de la ley y los derechos no se corresponde con el ámbito geográfico del gran mercado en el que opera el capital, no pueden sobrevivir las conquistas de un Estado social: los paraísos sociales se desbaratan si el capital encuentra paraísos fiscales o trabajadores que son baratos porque no tienen derechos. Con la extraordinaria acumulación de un capital deslocalizado, huidizo y capaz de eludir controles efectivos, con territorios exentos de pactos sociales homologables a los de la Europa de la segunda mitad del siglo XX y con el burladero de los paraísos fiscales, las democracias nacionales apenas pueden ir más allá de gestionar las consecuencias, sin poder real sobre las causas. Una muestra privilegiada de este proceso fue la reforma del artículo 135 de la Constitución, que, sin perjuicio de lo saludable del principio de estabilidad presupuestaria, nos rindió a la evidencia de que el contexto puede más que el texto constitucional.
A ello debe añadirse la ideología que cuidadosamente ha ido convirtiéndose en hegemónica gracias a la colonización de los medios de comunicación. Esa ideología consiste, en síntesis, en que la injusticia que se causa o que se sufre es “inevitable”. El “bienestar” o, mucho mejor, la universalización de la dignidad humana, ha dejado de ser una aspiración democrática para convertirse, cada vez más, en un asunto privado. Es la ideología de la seguridad y la insolidaridad, la del “sálvese quien pueda”. Es el vértigo de las clases medias, que por primera vez en varias generaciones ha dejado de sentirse a salvo de la pobreza, y en vez de mirar arriba se obsesionan con el precipicio. Y es un indecente uso de los medios de comunicación que invisibiliza el sufrimiento (salvo el que se exhibe impúdicamente en las catástrofes) al tiempo que sobredimensiona la amenaza: la amenaza terrorista, la del desorden, la de la inmigración. De ese modo, finalmente, el “nosotros” constitucional se empequeñece, porque el universo moral (aquello que puede conmovernos y nos puede disponer a renuncias) se va haciendo cada vez más mezquino.
La gran política
Podemos, naturalmente, discutir sobre monarquía y república, sobre nacionalidades y regiones, sobre la eficiencia del Senado o sobre el modo de designación del órgano de gobierno de los jueces. No quiero decir que no haya desajustes en estos aspectos: creo que el reconocimiento de la plurinacionalidad de España, que la república (entendida no --sólo-- como la antítesis de la monarquía dinástica, sino como la total desamortización del poder), el reforzamiento institucional de una judicatura independiente y garantista, la transparencia y las fórmulas de control efectivo de la corrupción, o la reforma de las bases del sistema electoral podrían mejorar el funcionamiento de nuestra democracia y no estaría mal que las nuevas generaciones provocaran nuevos y distintos consensos constitucionales a los que tienen derecho. Pero las causas de lo que nos está haciendo tanto daño no están ahí, como no están tampoco en la alternancia de políticas económicas de lo que llamamos derecha e izquierda, siempre que sean decentes. Están en el desarme de una democracia cautiva y resignada, sin energía ni instrumentos para intervenir en causas y procesos que se perciben como si fueran fenómenos meteorológicos: paraguas si llueve, ventilador si hace calor. Nada de eso se resuelve con un mero reformismo constitucional, porque lo que ha entrado en crisis en estas décadas de crisis no es la Constitución: es el Estado.
Sólo la gran política podría ser capaz de enfrentarse a la gran desigualdad. Pero esa gran política trasciende de los marcos de espacio y de tiempo en los que las democracias nacionales están instaladas. Si las fuerzas políticas de cada país no se hacen conscientes de ello y no se deciden a saltar fuera de esos marcos de manera decidida y organizada, la democracia servirá apenas para lo doméstico. La conservación del planeta, la universalización de la dignidad humana y la prosperidad de los (pen)últimos seguirán siempre siendo cosa del futuro remoto, un débil deseo moral sin urgencias, y un asunto de beneficencia. O de la ONU.
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