No es (sólo) un lugar, ni una gente, lo que se deja: se deja un tiempo, y eso es lo que produce una desazón que no dura mucho, pero cala hondo.
Abro la maleta que dejé debajo de la cama al llegar cuando la vacié con zapatillas limpias y un mes por delante. Coloco la ropa con menos garbo y cuidado que cuando hice la maleta para salir. Al final incluso empujo, importa más acabar que no arrugar. Luego voy recorriendo las habitaciones y recogiendo objetos. Los apósitos de la herida del tobillo, los tiques que han quedado en la mesilla de noche, los folletos que me dieron en la Torre del Reloj con información sobre los horarios de subida, el resguardo del libro que pedí prestado en la biblioteca, una tableta de pastillas, demasiados libros para los que he leído, una cámara de fotos por aquí, llaves, un bote de miel que alguien me regaló, bañadores dispersos, bolígrafos, unas almendras que cogí al lado de la gasolinera donde llamé al seguro para que me dieran asistencia en carretera, cables. Hasta el final he dejado el ordenador que me ha abierto ventanas nuevas, porque no tenía la ventana rutinaria de Internet. Leo el último párrafo escrito, pulso "guardar", desconecto, y todo queda embalado. Un último paseo a la alberca, una última caricia a los perros, la despedida, y el carril que ya es sólo de vuelta, porque el destino es septiembre. En el trayecto, los recuerdos de treinta días y los proyectos de once meses hacen las paces. Qué remedio.
Todo queda allí, uno puede volver, pero el tiempo no. Lo que se termina es un verano. Una vez en la carretera asfaltada, ya se ha gestionado el peor momento de cada año, y empiezan a ponerse en fila las cosas de siempre. Por fortuna, aunque duela. Dura poco. Como el verano eterno, comprimido en un pequeño adiós que se camufla en un "hasta pronto", en una maleta apretada, en una mirada fugaz al espejo retrovisor.
¿Fugaz?