En mi educación sentimental fue importante aquél mediodía de julio en que un tal Riis atacó a Induráin y lo dejó atrás en una dura cuesta del Tour de Francia. Yo pedaleaba desde mi sofá, como queriendo empujarle, era insoportable ver la impotencia de quien todo lo había podido. Hasta aquél día Induráin apenas había fallado alguna vez, durante cinco años seguidos de superioridad indiscutible. Fue su caída. Llegó a meta retrasado, exhausto, vencido, como no se le conocía. Siempre viene un día así. La caída está siempre en el horizonte de los que suben y llegan a lo más alto. Eso es lo que distingue a los hombres de los dioses que, capaces de convertirse en mitos, se quedan para siempre en el Olimpo después de su ascensión.
Nadal perdió ayer, en un partido emocionante contra el nuevo número uno. Parecía posible el canto del cisne, no se quedó como Induráin hundido y atrás, abatido para siempre, pero fue una tarde simbólica en la que tocaba mirar atrás y ver a un campeón durante tanto tiempo que empezará poco a dejar de serlo. Vamos, Rafa.
Jo, vaya dos momentitos malos, ver a Indurain bajarse de la bici, y ahora Rafa, aunque yo confío en que aún nos dé muchas alegrías.