La memoria histórica no consiste en borrar la parte del pasado de la que nos avergonzamos, sino en recordarla. El olvido de las guerras, de los crímenes de Estado, de las dictaduras o de los genocidios, allí donde los haya habido, es un mal servicio a las generaciones futuras, porque las desarmamos de anticuerpos contra lo peor de nuestra historia, que probablemente anida en nuestro interior esperando el momento de volver. Como la peste.
En España hubo una guerra en la que se cometieron atrocidades no sólo en el frente de batalla, sino también en las tapias de los cementerios, en las cunetas, en las cárceles y en los conventos. Y hubo una larga postguerra en la que no se dudó en imponer la victoria con métodos de represión que no excluyeron el asesinato, la prisión por motivos ideológicos y la venganza ruín de manos de barandas locales cargados de medallas y prebendas. Las ciudades se revistieron de símbolos y emblemas de la Victoria y se impuso en las escuelas una lectura de la guerra según la cual un Caudillo, trasunto de lo mejor de la historia de la nación, salvó a España del caos, del comunismo, del separatismo, del ateísmo y, de paso, de la corrupción moral del liberalismo. Se desfiguró conscientemente la historia, como un instrumento de legitimación del Régimen: si alguien duda de ello es porque no lo vivió, o porque quedó tan convencido que confunde la realidad con lo que le contaron de ella. El proceso de desmontaje de esa Gran Tergiversación empezó hace mucho tiempo y aún no ha terminado, porque probablemente permanece un sustrato sociológico todavía marcado por inercias franquistas. Un buen amigo y compañero, no precisamente significado por ideas izquierdistas, me convenció hace ya algún tiempo de que la principal secuela del franquismo es el "miedo a la libertad" (a izquierda y derecha), y acabé por darle la razón. Desde luego, es preciso culminar la tarea de restitución de la verdad histórica, es necesario desenterrar lo que en su día el franquismo quiso esconder para siempre y derribar lúcidamente los falsos mitos que todavía queden en pie. Pero eso es algo muy distinto a una sistemática y exhaustiva eliminación de vestigios.
Los vestigios son necesarios para la memoria. Incluso las ruinas. Y las injusticias de la postguerra son también historia nuestra, de las que deben quedar vestigios. No soy partidario de una especie de formateado estético de nuestras ciudades. No me entusiasma en absoluto convertir el Valle de los Caídos en un Centro para la Reconciliación de España, como ha llegado a proponerse. No sólo porque resulta una cursilería blanda, sino porque prefiero que mis hijos recuerden que Franco existió, que encabezó un bando que dio un golpe de Estado militar que desencadenó una guerra, que ganó esa guerra y que durante cuatro décadas el país estuvo sujeto a un régimen de autoridad militar sin democracia, con presos políticos, con ejecuciones de muerte, con torturas. El Valle de los Caídos debe seguir siendo la tumba de Franco, con su simbología intacta, para que podamos recordarla, para que sigamos celebrando que fuimos capaces de enterrar todo aquello, para que no se filtre en las aguas subterráneas y aflore desprevenidamente de forma desordenada.
Ninguna objeción jurídica hay a que un Ayuntamiento, cumpliendo la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos, restituya el nombre antiguo de las calles que pasaron a tener tratamiento militar. Si el franquismo en mi pueblo decidió rebautizar como "Plaza del Generalísimo" al Paseo del Mercado, bien hicieron en la transición al quitar esa placa (aunque mejor habrían hecho si, en vez de tribautizarla como "Plaza Primero de Mayo" hubiesen restituido su nombre original). Que las Avenidas de 18 de julio se llamen ahora Paseo de la Constitución, es inobjetable. Tampoco pasa nada porque se retire algún monumento laudatorio de alguien que simboliza lo que se denuesta. No pasa nada porque los lugares emblemáticos de las ciudades dejen de estar presididos por la estatua ecuestre de Franco. Pero no comparto el obsesivo principio según el cual todo aquello que recuerde a los cuarenta años del franquismo deba ser borrado, como si fuese una operación higiénica. La historia de un país está por lo general preñada de episodios de los que no podríamos sentirnos orgullosos. En España tuvimos Inquisición, y haríamos mal si nos empeñáramos en esconderla. En la galería noble del Palacio de la Chancillería de Granada se exhibe en una hornacina un garrote vil, como símbolo de una Justicia superada y homenaje a sus víctimas. Eso es memoria histórica. Tuvimos reyes memos, y ahí siguen, no sólo en el Museo del Prado, sino también en medio de la calle. Hubo golpistas del XIX que siguen montados a caballo en glorietas y plazas. Los cuerpos tienen cicatrices, las almas tienen culpas, las ciudades tienen esquinas donde ocurrieron cosas atroces y las naciones deben tener memoria de cómo han sido.
Retirar a Franco el título de hijo adoptivo de alguna ciudad puede dar para una mañana divertida en un pleno municipal o para poner en aprietos al concejal tardofranquista. Yo preferiría que el profesor de Historia llevara una copia del Acta a los alumnos y les hablase de Franco. Y preferiría que si un Colegio organiza una excursión al Valle de los Caídos no fuera para hablar de la reconciliación entre todos los españoles en la transición, sino para que, frente a esa inmensa cruz, se les contase cómo fue construida y quién es el hombre que se preparó a sí mismo ese mausoleo.
En lo que comentas de la memoria histórica, siempre me ha resultado curioso como un sector -importante- de la sociedad la rechaza: sus razones, sobre el papel, que hay cosas más urgentes que hacer, que es tirar el dinero, que si hay que perdonar y que éstos no perdonan y tienen ánimo revanchista….
Y pienso que la tibieza con que algunos partidos políticos acogen una más que necesaria ley de memoria histórica (o directamente rechazo), es lo que hace que las cosas se enquisten, todo se polarice y se pierda el sentido común.
A mi que una calle se llame Crucero Baleares o Alférez Provisional es algo que no me afecta, sinceramente. Se el origen, se la razón, pero no me molesta. Me molestan los monumentos de enaltecimiento, las figuras ecuestres del dictador o las calles y avenidas con su nombre, me molesta el que critica el que alguien quiera desenterrar a sus muertos de una cuneta y no quiera olvidar, porque es que tiene que olvidar y perdonar. Y me molestan por lo que significan: homenaje a un señor que dio un golpe de estado y fue un dictador durante casi cuarenta años. ¿Dónde poner la frontera de lo admisible y lo inadmisible? Inadmisible creo que es que se subvencione a Asociaciones en memoria de Franco, o no se actúe de manera contundente con los apologistas del franquismo, alguno de ellos en el ejército o en la política. Inadmisible es que se tolere que representantes ciudadanos que se llenan la boca de democracia, piensen que la Ley de memoria histórica es un capricho de rojetes que no olvidan ni valoran como debe ser la transición, en que se echó borrón y cuenta nueva. Inadmisible que se manipule la historia de una manera vergonzosa. Inadmisible ese olvido, porque incluso recordando, se repiten ignominias. Inadmisible que una Ley de Memoria histórica no reuniera un acuerdo unánime de los partidos políticos. Inadmisible perder el tiempo en tonterías (como bien dices, los proyectos del Valle….si el Valle en sí es una vergüenza histórica que debe mostrarse). Inadmisible la falta de miras y la insensatez que nos lleva a discutir por cosas por las que deberíamos estar todos de acuerdo.
Pero, ya te digo, lo de las calles, que ha sido además un fenómeno muy español como los cambios de chaqueta, es lo de menos. En absoluto prioritario pero si tras 40 años estamos viendo movidas como la de Madrid ahora mismo, es que algo hemos hecho mal (¿no hacerlo antes quizá? ¿no bastaron los cambios que se hicieron con los primeros ayuntamientos democráticos?).
Y como último punto…que Ceuta y Melilla sean los reductos cual aldea gala de Asterix, donde no se aplique la ley, es para pensarlo.